MANUEL MONTERO-EL CORREO
 
Antes de las elecciones andaluzas el discurso de izquierdas se organizó ya sobre tal llamamiento y a la vista está lo que pasó. Quedarse en el grito estigmatizador airea falta de propuestas
 
Las autodenominadas fuerzas progresistas han dado con su gran objetivo político, que sustituye a todos los demás: hay que frenar a la derecha. El mantra se ha apoderado de todas las voces. Susana Díaz llamaba antes de sus elecciones a «frenar a la derecha». Tras el batacazo, se repite. Por una vez coincide con Sánchez, que confía en «la movilización del miedo para frenar la ola de la derecha», una expresión rara. No destaca el presidente por la sofisticación intelectual, pero aquí necesita exégesis. Quiere decir que tras lo de Andalucía la gente ha visto que PP y Ciudadanos pactan con Vox, por lo que el elector se asustará y frenará a la derecha. Votándole a él, se sobreentiende.

Así que en el pensamiento ‘pedrista’ no hay mal que por bien no venga. Lo dicho, no estamos ante un gran teórico, pero cautiva su inclinación al ventajismo.

Por su parte, Carmena y Errejón se juntan para frenar a la derecha, Iglesias pide movilizarse para frenar a la extrema derecha: tal propósito es la esencia podemita. Rufián ofrece a Sánchez un frente antifascista para lo mismo y Otegi, reciclado en estratega, propone una gran alianza electoral «para frenar a Vox». Cada cual según sus alcances, los de Arnaldo resultan limitados: su gran coalición frenadora de derechas sería con PNV y CUP, un compromiso histórico de andar por casa.

El grito de guerra se propaga por doquier, bien entendido que las fuerzas a frenar no son todas las derechas. Quedan excluidos los nacionalistas, vascos y catalanes. O son ellos los que con sorprendente desparpajo gritan «frenar a las derechas», como hacen el PNV y Torra. El concepto ‘derechas’ se diluye, definiéndose al gusto, según si te va el café, el descafeinado o un sucedáneo.

Hoy la proclama lo subsume todo. La razón social de las izquierdas ha dejado de ser alguna transformación. Hasta desaparecen las sugerencias de programas políticos, salvo actos caritativos, subvencionales o políticocorrectismos que muestran al político humilde y superbondadoso. Sobre todo, hay que frenar a la derecha. La táctica belicista se impone sobre cualquier otro objetivo.

Muchas razones explican la propagación del llamamiento. Ahorra elaboraciones ideológicas, sustituidas por una propuesta drástica, de las que gustan en las series televisivas. No es lo mismo liarse en proponer reformas fiscales o retoques legislativos que el llamamiento a frenar un bólido: la derecha queda esbozada como un meteorito fatal, capaz de destruirlo todo. Hay que frenarla.

Entre las virtudes de la soflama está la evocación histórica, el ‘no pasarán’ implícito. Nos sitúa en los trances preferidos del activismo izquierdista, cuya referencia en España es siempre el pasado, esa imagen que sugiere una épica trascendente, metahistórica.

Además, proyecta una perfecta escisión conceptual. De un lado, el mal absoluto, la derecha que viene a por nosotros como un tren desbocado. Del otro, nosotros mismos, los buenos, que conseguiremos frenarla. Movilizándonos, rodeando el Parlamento, gritando «hay que frenar a la derecha», ni un paso atrás.

A buena parte de nuestra izquierda la propuesta le pone en sazón, pues suele concebir la política como un combate de colectivos. Esta lucha sempiterna le sitúa en el espacio reconfortante de un enfrentamiento atávico con la derecha que se nos echa encima desenfrenada.

La propuesta permite proyectar paranoias: las fuerzas progresistas no tienen responsabilidad en sus desastres, pues pesa esa especie de maldición histórica por la que la derecha se revuelve de forma traicionera. Por si fuera poco, la imagen de todos defendiéndose juntos (o atacando) une mucho. Evoca revoluciones imaginarias y unidades colectivas sacrosantas, un Frente Popular perenne, redivivo.

Y nos proporciona ideas impagables como la de Garzón. Para «frenar a la derecha» propone «desplegar a los militantes [de IU] por los barrios obreros». Ojalá veamos pronto el mentado despliegue, la perplejidad de los obreros cuando les lleguen los militantes a arengarles, hasta que, subyugados por la vanguardia, cierren filas y marchen a frenar a la derecha.

¿Se han equivocado de época? La fábula revolucionaria, dicotómica, no encaja con las complejidades del día. O, si quieren, los obreros no son lo que imagina la vanguardia ni se les ven maneras a nuestros revolucionarios, de los que muchos habrán de averiguar la ubicación del barrio obrero con una aplicación instalada al efecto.

No por mucho repetir «frenar la derecha» la frasecita adquiere visos de enjundia, ni siquiera en estos tiempos en que la ligereza se apodera de todo y se confunde la realidad con la retórica. Se olvida que la derecha mejora posiciones porque consigue votos mientras la izquierda los pierde. Quizás sería más sensato elaborar programas que mereciesen tal nombre, abandonar la incoherencia y realizar propuestas sin aire populista.

El «hay que frenar a la derecha», repetido de forma obsesiva, se convierte en ensañamiento argumental. Seguramente logra sacar votos de derechas hasta debajo de las piedras. La inanidad política ahuyenta.

Antes de las elecciones andaluzas el discurso de izquierdas se organizó ya sobre tal llamamiento y a la vista está lo que pasó. Quizás exista relación causa-efecto. Quedarse en el grito estigmatizador airea la falta de propuestas y señala a quién votar si el elector opta por el castigo. Asombrosamente, siguen difundiendo el mismo mantra.

Le atribuyen erróneamente a Einstein la siguiente consideración, que tiene interés: «locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando resultados diferentes».