Mario Garcés-El Español

  • El autor denuncia una mimetización del PSOE con el populismo de Podemos y reprocha al Gobierno que utilice el estado de alarma para imponer su ideología antiliberal.
 

 

En el terreno de las equivalencias gramaticales, nacionalidad es a nacionalización lo mismo que normalidad es a normalización. Del mismo modo que sociedad es a socialismo lo mismo que pueblo a populismo.

La aleación del socialismo de resistencia con el populismo de persistencia en un momento de crisis profunda ha permitido que lo normal se sustituya por un discurso radical en el que no cabe la disidencia. El «No hay Plan B» de Sánchez es una versión moderna y paupérrima de esa radicalidad muy próxima al paroxismo de «El Estado soy yo», una visión autocrática del poder a caballo entre el cesarismo y el mesianismo.

Iglesias ha sido durante años un muñidor de sentimientos a partir de su fantasía cesarista y de la utilización astuta de las circunstancias derivadas de la crisis económica. Su dialéctica menguaba escandalosamente conforme mostraba síntomas de sobreexposición y sus recursos políticos cada vez eran más limitados. Además, su ética moralizante de lo público palidecía por su contraste con su conducta privada, un ejemplo vulgar de asunción del rol de burgués con biblioteca de Brecht.

En conversaciones privadas con socialistas de buena fe cruzábamos apuestas sobre el momento en el se produciría la conversión natural que provoca el coche oficial y la moqueta mullida del Ministerio. Y a decir verdad en ello estaba hasta hace unas semanas, encelado por la trampa de Sánchez, confinado en una Vicepresidencia sin competencias y sin presupuesto.

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias han encadenado sus destinos hasta que Europa los separe

Hasta hace unos días. Porque con voz tonante se escuchaba a Iglesias en sede parlamentaria, entre el odio inmanente de clase -cuya lucha abandonó al buen sol de un chalet- y el ingenio de un superviviente en el poder, clamar a favor de un cambio de paradigma. Y, por desgracia, esta vez no es un órdago a la grande sino una amenazante posibilidad.

Hay varias razones que invitan a pensar que el lenguaje de luz de gas del populismo de oposición se ha convertido en un grave peligro en este país donde ahora ejercen el poder político con trazas de normalización. En primer lugar, Sánchez e Iglesias han encadenado sus destinos hasta que Europa los separe. En segundo lugar, mientras las realidades socioeconómicas mudan sin solución de continuidad de una manera gradual, el populismo español ha hallado una oportunidad para perpetuar su antipolítica en un momento de crisis sin precedentes.

De este modo, acuñan una nueva doctrina política basada en nuevos valores que vierten en un sistema de normas orientadas, bajo la excusa de la excepcionalidad, a configurar un orden nuevo de valores y relaciones que dejan atrás la libertad y la autonomía de los particulares.

Los Reales Decretos leyes y el estado de alarma han sido la coartada perfecta para romper los equilibrios tradicionales de la propiedad en España, del empleo o de las operaciones civiles y mercantiles tales como la compraventa o el arrendamiento. Y en ese estado de alarma que ya predije que corría el riesgo de convertirse en una alarma de Estado, lo contingente se ha naturalizado de forma espuria.

Si una tecnócrata (Calviño) asume sin reflejos el lenguaje del populismo, ya no hay remedio

La única esperanza remota en este Gobierno de resistir responsablemente se llamaba Calviño. Vano error. El espejismo se acabó el día en el que en rueda de prensa habló también de la nueva normalidad. Si una tecnócrata asume sin reflejos el lenguaje consumado del populismo español ya no hay remedio. Eso sí, la tecnocracia y el populismo tienen en común su antipluralismo y quizá en ese espacio, la vicepresidenta se encuentra cómoda. En la España desfasada de las fases de desconfinamiento, Iglesias y Calviño se han ido a encontrar en la tercera fase. De película.

Quizá sea tiempo de recordar a Calviño que mientras que la normalidad responde a un ideal de cultura general que nunca se consigue plenamente en cada época histórica, la normalización comporta deberes y privaciones dictadas desde el poder para reproducir sus condiciones de dominación. La normalidad es una forma de naturalidad donde cabe humanizarse incluso desde el desacuerdo, donde la rebeldía es la libertad de pensamiento. En la normalización, se sustituye al sujeto por una estructura de poder que lo reemplaza y lo aniquila, hasta acabar con él.

Todo lo que es libertad en la normalidad democrática se convierte en dominación e insidia en la normalización populista. Para Iglesias, y, por ende, para Sánchez, el poder se ha convertido en una tecnología coactiva de imposición de un modelo normalizado de sociedad, en un contexto tradicionalmente comunista de lo que se ha llamado sociedad disciplinaria.

De la normalidad, a través de la norma excepcional, a la normalización. Y, por fin, a la búsqueda de la anormalidad de la libertad en sociedades con pretensiones autocráticas. La nueva normalidad no es más que una forma almibarada y mediocre de llamar a la normalización. Y frente a la normalización, frente al nuevo orden imponible, frente a la somatización de una sociedad doliente, hay una repuesta rebelde pero necesaria. La de todos. La de cada uno. La de la libertad como si la libertad fuera ahora el ultimo vestigio de la anormalidad.

*** Mario Garcés es diputado del PP por Huesca, portavoz adjunto del Grupo Parlamentario Popular y coordinador de asuntos económicos.