El antifascismo nunca es ultra ni extremista -aunque sea violento- porque es izquierda. Lo ultra es esencia, inevitable, cuando la ideología es derecha
La dicotomía que marcará los próximos años en la política europea está clara. Las tensiones ya no se resolverán con relativa tranquilidad entre partidarios más o menos liberales de la socialdemocracia, sino que enfrentarán a dos bandos irreconciliables: los frentes populares y la extrema derecha. La ausencia de la palabra “izquierda” en “frentes populares” no es un despiste. Sería lo correcto, lo simétrico, pero la primera batalla en esta guerra política se juega en el terreno del lenguaje. Es decir, en los medios. Y en esa batalla hay una idea muy clara: a un lado está la derecha, que es extremista y violenta, y al otro lado están los frentes populares; es decir, el pueblo. Y el pueblo tiende naturalmente a la izquierda.
España es el escenario europeo en el que con más intensidad se está desplegando esta tensión político-periodística, pero el inicio del verano ha supuesto su internacionalización definitiva. Un periódico, al día siguiente de las legislativas francesas: “El frente de izquierdas da la sorpresa en Francia y frena a la extrema derecha”. Por alguna razón el titular mutaba cuando se accedía a la noticia: “La masiva movilización de la izquierda frena a la ultraderecha en Francia”. A continuación el lector podía encontrar una noticia relacionada: “Una gran celebración callejera salpicada por disturbios radicales”. En el encabezamiento se hablaba de “grupúsculos radicales aislados” y en el segundo párrafo podíamos leer esta frase: “Los extremistas, aparentemente de ideología ultra, han quemado basura y mobiliario”.
La realidad se impone a los deseos
Lo primero que llamaba la atención era ese “aparentemente”. Quemar contenedores y mobiliario es como mucho indicio, no evidencia, de que algo está mal. Es lo primero que llama la atención, pero no es lo principal. Lo esencial está, evidentemente, en la aplicación de los modificadores. «Ultra» y «extrema» son modificadores que, en el ecosistema del consenso periodístico, pueden ir asociados o bien a «derecha» o bien a lo indeterminado. Sólo a eso y siempre a eso. Más aún: «ultraderecha» y «extrema derecha» funcionan independientemente de lo ultras y extremas que sean las posiciones de ese bloque. La derecha es ultra y extrema porque es derecha. Al mismo tiempo, el antifascismo nunca es ultra ni extremista -aunque sea violento- porque es izquierda. Lo ultra es esencia, inevitable, cuando la ideología es derecha, y es ideología en sí misma, separada, -tal vez una tercera categoría- cuando la ideología es la izquierda. Lo vemos en Francia y lo vemos en España, aunque no se trate del mismo escenario.
Así es como funciona el esquema, pero funciona a corto plazo. Está funcionando de momento. La tensión entre bloques y los recordatorios periódicos de que la realidad se impone a los deseos hace que cada vez más posiciones razonables deban ser caracterizadas como «extrema derecha» para no perder terreno. No se entra a discutir posiciones complejas porque se corre el riesgo de perder la discusión, y también porque habría que fundamentar posiciones que se han mantenido en pie sostenidas en la mera evocación emotivista. Decir que el aborto no es meramente una cuestión de derechos de la mujer o sobre el propio cuerpo, que la inmigración irregular supone un problema para cualquier país, que España es una nación, que debería estar garantizada la posibilidad de estudiar en español en las escuelas públicas de cualquier región de España, que no existe una conspiración masculina para asesinar mujeres o que el sexo es una cuestión biológica forma parte del corpus ideológico de lo que hoy se denomina extrema derecha. Esto es un arma de doble filo. Por una parte estigmatiza un programa que es ajeno a la izquierda. Pero por otra estigmatiza a la propia izquierda cuando esa primera estigmatización comienza a perder eficacia. Si una posición es razonable, y si el bloque de la izquierda la rechaza categóricamente, entonces es la izquierda la que comienza a ser percibida como no razonable.
Muchos descubrirán que lo que designa el demoníaco “extrema derecha” no es la mayoría de las veces demoníaco, inaceptable, inasumible, antidemocrático o violento
En paralelo, la izquierda está incorporando agentes, posiciones, objetivos y métodos cada vez más extremos. Masas propalestinas que justifican la masacre del 7 de octubre, activistas partidarios -y practicantes- de las agresiones políticas, miembros condenados de organizaciones terroristas estableciendo políticas de memoria, defensores de leyes islamistas, feministas que proponen la posibilidad de abortar hasta el último día de la gestación.
Todo esto tiene consecuencias inevitables. En primer lugar, muchos creerán descubrir que son de extrema derecha aunque no lo sean. Aceptarán el calificativo como algo propio, bien conscientemente como mecanismo de desactivación del relato hostil, bien inconscientemente sin que genere una incomodidad insoportable. En segundo lugar, muchos descubrirán que lo que designa el demoníaco “extrema derecha” no es la mayoría de las veces demoníaco, inaceptable, inasumible, antidemocrático o violento. El desactivador miedo a la extrema derecha se irá convirtiendo poco a poco en un viaje de vuelta. Votos que iban a parar al Frente Popular de turno se quedarán en casa, y votos que se quedaban en casa acabarán por asumir que sus ideas políticas son mucho más razonables y mucho menos peligrosas que las del bloque contrario y acudirán a las urnas. Será cada vez más habitual escuchar declaraciones como ésta: «vale, soy de extrema derecha, lo que quieras, pero lo que sé es que no soy de izquierdas». Algunos seguirán manteniendo posiciones razonables a pesar del calificativo, y otros se moverán finalmente hacia convicciones -o modos discursivos- ciertamente extremos.
Un mensaje ridículo y ofensivo
Las continuas victorias agónicas en ciclos electorales cada vez más cortos manifiestan una situación de debilidad de la izquierda que hará que sean cada vez más necesarios frentes populares que incluyan a antifascistas violentos, antisemitas declarados, comunistas de la vieja escuela y defensores de la disolución nacional. Lo de siempre, por otra parte. No parece que la convivencia entre pretendidos socialdemócratas y antifascistas violentos esté siendo demasiado incómoda. Naturalmente sus mensajes se escucharán más y muchas de sus propuestas, simbólicas y materiales, se llevarán a cabo. Y probablemente las realidades de ambos bloques -lo que hacen constantemente unos y lo que no terminan de hacer los otros- unidas a la realidad social de los ciudadanos europeos acabarán por convertir las alertas democráticas fraudulentas en un mensaje ridículo y ofensivo, un mecanismo electoral inútil.