Jorge Martínez Reverte-El País
El periodista estadounidense Varian Fry montó en Marsella un eficiente aparato de fabricación de pasaportes y visas falsos. Con esos documentos ayudó a escapar de los policías de la Gestapo a muchos intelectuales prófugos, judíos y no judíos
Todos los veranos, desde hace ya muchos, recuerdo Port Bou y el impresionante monumento erigido en memoria de un escritor alemán, Walter Benjamin, que se suicidó en la ciudad para no caer en manos de la policía alemana. Benjamin fue uno de los muchos hombres que murieron porque había una frontera y le faltaba un papel para pasarla: el visado de salida de Francia. No tuvo fuerzas para ir a Marsella a intentar conseguirlo y se tomó varias pastillas de morfina que acabaron con su vida. No fue el único en sufrir la existencia de esa frontera.
Como si fuera una premonición, Heinrich Mann hizo pasar a Enrique IV, rey de Francia, una parte de su juventud mirando Pau y la silueta de los Pirineos en la biografía novelada que le dedicó. Unos años después de que el monumental libro se publicara, el autor alemán miraba los Pirineos con una ansiedad mayor que la que le invadía al joven destinado a ser rey.
Heinrich era en 1940 un prófugo de los nazis. Él, que había sido un niño mimado de las letras alemanas, que vendía tantos libros como su hermano Thomas de cada historia que sacaba a la venta. Y ahora, en junio de 1940, buscaba con desesperación una forma para escapar de la Francia de Vichy, entregada a la Alemania nazi, y llegar a Estados Unidos a través de la España hostil gobernada por un dictador llamado Francisco Franco.
El delito que había cometido el autor había sido firmar, junto a otros peligrosos intelectuales, como Albert Einstein, un manifiesto de protesta por el asesinato, a manos de la extrema derecha, de Milan Sufflay, un intelectual croata. A los nazis no les había gustado eso.
Heinrich no iba solo. Le acompañaban en su tortuoso viaje su compañera, Nelly Kröger, una cabaretera bastante ignorante; su sobrino Golo, hijo de Thomas, un poeta checo profundamente católico; Franz Werfell, y su esposa, Alma Mahler, viuda del músico, que viajaba con un equipaje especialmente voluminoso que contenía algunas cosas eternas, como la partitura completa y autógrafa de la Novena sinfonía del ya grande entre los grandes.
La pequeña historia del viaje da para contarlo en muchas versiones. Y la cómica estaría entre ellas, si no fuera por las circunstancias trágicas que la envolvieron. No está de más, sin embargo, recordar las constantes puyas que la insoportable Alma Mahler le dedicaba a Nelly, una humilde chica que parecía sacada de la novela de Heinrich Profesor Unrath, que había sido protagonizada en el cine ni más ni menos que por Marlene Dietrich en una película, dirigida por Josef von Sternberg en 1930, llamada El ángel azul.
En 1940, Heinrich Mann buscaba cómo escapar de la Francia de Vichy, entregada a Alemania
Alma se aprovechaba del escaso bagaje intelectual de la cabaretera para demostrar su superioridad y volvía locos con la reivindicación de sus maletas a todos los integrantes de la variopinta expedición.
Hubo otro protagonista importante en este viaje tan peliculero, que era un periodista americano y se llamaba Varian Fry. Fry montó en Marsella un eficiente aparato de fabricación de pasaportes y visas falsos. Con esos documentos hechos por decenas de voluntarios, Fry ayudó a escapar de los policías de la Gestapo a muchos prófugos, judíos y no judíos, del acuerdo por el que el infame régimen de Pétain se comprometía a entregar a Alemania a todas las personas que esta reclamara.
La peripecia de Mann y sus acompañantes incluyó una devota visita del poeta Werfel al santuario de Lourdes, donde el obeso vate le prometió a la virgen que, si les ayudaba a salir de Europa, haría una película en pago devoto a cambio del favor.
Las cosas le salieron bien al grupo que, después de muchas semanas de peligros, fracasos y esperas, consiguió llegar a América dejando atrás la frontera, Barcelona, Madrid y Lisboa.
Varian Fry pudo respirar satisfecho, porque con su feliz marcha había cumplido con uno de sus objetivos. Otros no lo lograron y fueron internados en campos de exterminio o ejecutados por la policía política alemana. Hanna Arendt sí lo consiguió y logró inspirar a las generaciones posteriores con sus radicales estudios sobre el mal y su aparente simplicidad. La lista de gente a la que Fry quería ayudar llegaba a 2.000 personas. Muchas sobrevivieron.
La expedición de Mann se encontró con algunas sorpresas, como la de, quiero suponer que impostores, unos militantes anarquistas que cobraban por sus servicios fronterizos y, en sentido contrario, a guardias civiles que hicieron gratis la vista gorda para que pudieran escapar.
Alma Mahler, viuda del músico, llevaba en su equipaje la partitura de la ‘Novena sinfonía’
Werfel fue quizás el más afortunado de los viajeros. Hizo su pago a la virgen, que se llamó La canción de Bernadette, dirigió Henry King y protagonizó Jennifer Jones, que dejó de lado su ardiente look para obtener por su modoso papel el Oscar a la mejor actriz en 1943, uno de los cuatro galardones que la película cosechó.
La insufrible Alma Mahler, que menospreció al poeta siempre que pudo, recordando que su primer marido había sido Mahler, consiguió fascinar al mundo entero con su hazaña de haber salvado la Novena sinfonía de las garras de los nazis.
Golo Mann siguió la estela familiar y escribió libros históricos, pero también tradujo al alemán a otra víctima de la frontera, Antonio Machado, cuya tumba pudo visitar en Collioure, a unos cientos de metros de donde también murió Walter Benjamin, aunque los huesos del alemán se perdieron porque nadie se hizo cargo de los costes de su modesto nicho.
Heinrich Mann, ya muy castigado por los años, siguió escribiendo, pero la edad le impidió ganar lo suficiente para seguir haciendo algo feliz a su depresivo ángel azul, Nelly Kröger, que ya lo era, pero vio cómo se acentuaban en ella los rasgos de la Cenicienta. Heinrich no encontró a su público, y Nelly, que había sido acostumbrada por él a ser una mantenida de lujo, no encontró nada que se pareciera a la felicidad en Los Ángeles, donde se suicidó en 1944.
Fry había salvado, con su fábrica clandestina de documentos, la vida de muchos intelectuales, judíos y no judíos, como por ejemplo los Mann.
En su lista de personas a salvar no estaba Nelly Kröger. No era judía, pero, sobre todo, no era una intelectual ni una científica destacada, ni tenía una maleta con una partitura de una obra sin estrenar de Gustav Mahler.
En realidad, Nelly se había enfrentado, como todos sus compañeros, a la existencia de las fronteras. Pero, como hoy los sirios y los libios que mueren ahogados en el Mediterráneo, se enfrentó a una sociedad para la que no era nada, solo un personaje de cuarta fila en ese drama.