MANUEL ARIAS MALDONADO-El Mundo

El autor considera que la frustración de los partidarios de la independencia no es la única que puede identificarse. También lo están los no nacionalistas y los centralistas a quienes disgusta el Estado de las Autonomías.

HACE UNOS DÍAS disfrutó de algún eco en nuestros medios de comunicación el vigésimo aniversario del Acuerdo del Viernes Santo, o acuerdo de paz firmado en el Ulster entre los unionistas británicos y los separatistas católicos con objeto de poner fin al violento conflicto entre ambas comunidades o, cuando menos, canalizarlo por vías democráticas. Hemos vuelto a oír nombres que nos eran familiares (Trimble, Adams, McGuinness), junto a otros que nunca han dejado de serlo (Blair, Clinton). Inevitablemente, también se han establecido vagos paralelismos con la situación catalana, subrayándose ante todo que no hay callejón al que no pueda encontrársele una salida cuando concurre la «voluntad política» necesaria. Aunque pueda parecer un detalle sin importancia, el comparatista interesado en formular este bienintencionado recordatorio ha olvidado anotar al margen que la autonomía de Irlanda del Norte fue suspendida por Gran Bretaña en enero de 2017, debido a las diferencias entre los partidos protestante (DUP) y católico (Sinn Féin), y suspendida sigue. Tensiones, dicho sea de paso, que el lío fronterizo causado por el Brexit amenaza con agravar: nuevas contribuciones del nacionalpopulismo a la paz universal.

Viene este aniversario a cuento del debate que sobre Cataluña tiene lugar tanto en España como en Cataluña, por más que a veces las contribuciones a tal debate adoptan las extrañas formas del señalamiento de personas y sus domicilios, como acaba de documentar este periódico, por mencionar solo las formas más livianas de presión civil que sufren quienes se oponen a la revolución de las sonrisas promovida por el soberanismo. Y viene Irlanda a cuento por distintas razones, que conviene desgranar a fin de preparar el terreno para el momento en que los partidos independentistas accedan a formar un Gobierno más inclinado a la búsqueda de soluciones colectivas que al gamberrismo institucional hoy dominante. Cuando eso suceda, los separatistas pueden encontrarse con una desagradable sorpresa, a saber: la lógica frentista que ha alimentado con tanto fervor ha socavado las posibilidades de que el marco constitucional sea modificado con arreglo a sus pretensiones.

No parece necesario ahondar demasiado en el ambiguo impacto que el procés ha tenido en la cultura política española y, si la subdivisión es plausible, catalana. Por una parte, obviamente, el porcentaje de catalanes que se dicen favorables a la independencia ha aumentado notablemente desde 2008, aunque las últimas mediciones sugieren que ha vuelto a descender. Nota para esencialistas: curioso pueblo milenario es aquel cuya voluntad de ser oscila tan juguetonamente al albur de las circunstancias políticas… También es claro que el soberanismo, auxiliado por un sistema electoral que sobrerrepresenta a las zonas rurales, mantiene por el momento su mayoría parlamentaria. Pero también han pasado otras cosas. Un partido antinacionalista ha ganado las elecciones autonómicas y asciende en las encuestas nacionales, mientras el catalanismo moderado ha perdido fuelle debido a sus propias contradicciones. Al tiempo, el aparente consenso en torno a asuntos clave para la cosmovisión nacionalista, tales como la política lingüística o el uso de los medios públicos de comunicación, ha saltado por los aires. ¡Aquí estamos!, ha dicho el soberanismo. ¡Pues aquí estamos nosotros!, han contestado dentro de la sociedad catalana quienes se oponen a sus propósitos separatistas. El resultado es una dolorosa fractura interior que sirve como primera respuesta a quien describe este conflicto como un antagonismo entre catalanes y españoles: lo es, más bien, entre catalanes. Mientras, en el resto de España, nos encontramos con las lógicas consecuencias de lo sucedido: según señalaba recientemente Carmen González Enríquez en el blog del Instituto Elcano empleando datos del CIS, el apoyo al centralismo habría pasado del 9% en 2005 a un 20% en la actualidad. Y no descartemos que siga aumentando.

En estas condiciones, avanzar hacia un Estado federal más explícito y refinado puede ser una tarea verdaderamente ardua; construir el consenso necesario se antoja, hoy por hoy, imposible. Y ello sin entrar a considerar qué tipo de federalismo sería ése, pues un federalismo igualitario –a la alemana o estadounidense– difícilmente haría sitio a privilegios históricos como los disfrutados por las haciendas vascas y navarras. Así que la lenta pero concienzuda deslegitimación del texto constitucional de 1978 se diría obra de unos aprendices de brujo que terminan por conspirar inadvertidamente contra sus propios fines. Algo que, ahora que hablamos tanto de cámaras de resonancia y silos cognitivos, seguramente tenga mucho que ver la falsa sensación de que solo ellos –los nacionalistas– tienen demandas que esperan ser satisfechas y frustraciones que merecen ser atendidas. Pero demandas y frustraciones tenemos todos.

Hablar de frustración no es improcedente. Supone, de hecho, apuntar hacia una contradicción insoluble del régimen democrático. Fundado este último en la estructura narrativa y emocional de la promesa, que es el modo habitual de relación de los partidos con sus electorados, la frustración constituye su resultado inevitable. Por un lado, porque la política carece de herramientas para cumplir con todas sus promesas: ni la cuantía de las pensiones no puede doblarse ni es posible hacer felices a todos los ciudadanos. Y porque, como decía un personaje en esa entretenida alegoría de la incapacidad de los seres humanos para cooperar colectivamente que es El día de los muertos, la película de zombies de George A. Romero, tenemos ideas distintas acerca de cómo deberían ser las cosas. De ahí que abunden las frustraciones: tan frustrados están quienes desearían el aborto libre como quienes lo prohibirían sin excepciones. En el caso que nos ocupa, la frustración de los partidarios de la independencia no es la única que puede identificarse. También están frustrados los catalanes no nacionalistas y lo están esos centralistas de izquierda y derecha a quienes disgusta el Estado de las Autonomías o, menos tajantemente, recentralizarían algunas competencias autonómicas por razones –acertadas o no– de eficiencia. De modo que frustraciones hay muchas: la sociedad es una suma de anhelos insatisfechos. Y no se ve por qué, en ausencia de mayorías aplastantes o razones morales incontestables, unas frustraciones han de contar más que otras.

DIGAMOS ENTONCES que, además de un mecanismo para la canalización de conflictos, la democracia es un régimen de ordenación y disciplinamiento de las frustraciones colectivas. Ya que, por mucho que ello pese a los irreductibles partidarios del agonismo, las democracias también están obligadas a construir órdenes viables que satisfagan las necesidades básicas de sus ciudadanos y hagan posible la convivencia pacífica entre ciudadanos; ciudadanos iguales, pero diferentes. Por ello, abandonarse al resentimiento y la desobediencia cuando una promesa no es satisfecha –no digamos una promesa imposible o viciada en origen– denota una actitud no ya infantil, sino hondamente antidemocrática.

Irónicamente, los Acuerdos del Viernes Santo de Irlanda del Norte presentan un ángulo rara vez considerado entre nosotros, sobre el que Manuel Toscano ha llamado mi atención. Y es que allí, existiendo dos comunidades enfrentadas que desean fines inconciliables entre sí, la solución fue consociacional: un reparto de poder más o menos simétrico entre ambos bloques políticos, obligados en lo sucesivo a compartir el Gobierno y a disfrutar por igual de los recursos proporcionados por las estructuras del Gobierno regional. ¡La mitad para cada uno! ¿Es esto lo que tenía en mente el nacionalismo catalán cuando se hizo soberanista y alentó la insurrección contra el orden constitucional español? Desde luego, hay razones para dudarlo. No sería sorprendente que acabásemos de manera parecida, sin embargo, si sus representantes insisten en fomentar la enemistad radical entre ciudadanos catalanes y entre catalanes y españoles.

Manuel Arias Maldonado es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es Antropoceno. La política en la era humana (Taurus).