La Segunda República fue la época de los intransigentes. Las fuerzas en liza sobrevaloraron la fidelidad a los principios y condenaron cualquier atisbo de pacto con los contrarios.
Cuando nuestros hodiernos republicanos comparan la Segunda República española con el régimen democrático actual incurren indefectiblemente en una trampa característica: la de cotejar ideales con realidades, lo cual garantiza indefectiblemente el triunfo del ideal. Es la misma trampa que sufrimos durante años cuando se comparaba el ideal del comunismo con la realidad del capitalismo. Y es que para ser válida y significativa la comparación debe hacerse necesariamente, bien entre dos tipos ideales de régimen político, bien entre dos realidades concretas, pero nunca cruzar los términos. Si comparamos los ideales que inspiraron la República con la realidad de nuestra monarquía, ganará por goleada la primera, claro. Y ahí esta la trampa, pues lo que hay que comparar es la realidad histórica del régimen republicano durante sus cinco años de existencia con la realidad de nuestra monarquía democrática y constitucional durante los suyos.
Si hacemos así la comparación, el resultado es de una evidencia aplastante: nuestro actual régimen democrático funciona razonablemente bien desde hace treinta años puesto que nos permite convivir en libertad y avanzar hacia una sociedad mejor ordenada, por mucho que nos falte todavía. En cambio, la Segunda República fue un puro y simple fracaso: a los cinco años de ser inaugurada, la convivencia democrática se había hecho prácticamente imposible entre los españoles. En ese corto tiempo, la República había conocido cuatro insurrecciones generales anarquistas, una socialista, otra militar-derechista y una última separatista, lo que demuestra más allá de toda duda el escaso grado de lealtad democrática que consiguió suscitar entre las fuerzas políticas más significativas, así como que fue incapaz de estabilizarse.
Este de la lealtad democrática es uno de los puntos negros más significativos del régimen republicano. En efecto, sin contar con el movimiento anarquista que se declaró abiertamente contrario al régimen desde el principio, resulta que tanto la derecha católica como la izquierda socialista se consideraron a sí mismas como opciones semileales al régimen republicano. Lo aceptaron, pero solo accidentalmente, en tanto en cuanto les permitiese transitar hacia su modelo ideal de sociedad, el revolucionario en un caso, el corporativo-autoritario en otro. Sólo los partidos estrictamente republicano-burgueses fueron leales a la República, aunque no desdeñaron el recurso a la intervención cuando los resultados electorales no les favorecían. Y es que, en los años treinta, el recurso a la violencia se consideraba una posibilidad política siempre abierta y nunca condenable a priori. Algo que se nos olvida casi siempre. Como se nos olvida que la democracia parlamentaria era entonces un sistema generalmente despreciado en Europa, pues la juventud proclama su preferencia por los sistemas eficaces , fuesen los comunistas o los fascistas.
La Segunda República española padeció de muchos males, entre los que estaban los propios de la Europa de su época histórica, así como ciertos errores crasos en su diseño constitucional. Pero padeció sobre todo, y precisamente en los personajes políticos que más directamente la dirigieron y simbolizaron, de dos defectos que se revelaron terribles a la larga: la inflación de expectativas y la intransigencia de principios.
La Segunda República nació ilusionada y pacíficamente en el seno de una sociedad que llevaba treinta años de un fuerte desarrollo modernizador y con una acusada movilidad ascendente. Quizá por ello generó en sus políticos, unos aficionados sin experiencia previa de gobierno, un exceso de expectativas: la República podía y debía resolver de golpe todos los grandes problemas de España, el clerical, el agrario, el de la enseñanza, el territorial, el militar, etc. Se creyó adanistamente que se estaba en un tiempo nuevo que permitía cambiar radicalmente y de un plumazo la realidad de la sociedad española, mediante una serie de «destrucciones significativas», dijo Azaña. La realidad pronto enseñó su cara rebelde y su perfil difícil, y las desilusiones fueron tan grandes como lo habían sido las previas expectativas creadas.
Pero es que, además, la Segunda República fue la época de los intransigentes. Casi todas las fuerzas políticas en liza, del anarquismo al nacional-catolicismo, de los republicanos de izquierda a los socialistas, sobrevaloraron la fidelidad estricta a los principios y condenaron cualquier atisbo de pacto con los contrarios como una traición inadmisible a su ideario. Es característico a este respecto el jacobinismo intransigente de los republicanos de izquierdas, a quienes tocó dirigir inicialmente la República, y que la entendieron como si fuera un régimen de su propiedad en el que no cabía pactar con los conservadores accidentalistas. «No más abrazos de Vergara, no más pactos, no más transacciones, si quieren la guerra civil que la hagan», dijo Albornoz ya en 1931. El único partido (el Radical de Lerroux) que concebía la política como pacto y transacción, casi como un negocio, resultó aplastado entre tanta intransigencia y pureza.
A la altura de julio de 1936 el régimen republicano se había demostrado como un fracaso que exigía a gritos una corrección urgente: una corrección de firmeza democrática como la que pedían Maura o Sánchez Román. Pero para entonces las fuerzas políticas a derecha e izquierda de los republicanos habían ya apostado mayoritariamente por soluciones que iban más allá de la democracia, fueran éstas la revolución o el golpe militar reaccionario. La violencia política, hija directa de la exclusión y la intransigencia, se había adueñado de la República y el eclipse de la democracia en España había comenzado. Franco lo convirtió en una noche trágica que duró cuarenta años.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 26/4/2011