DAVID GISTAU-El MUNDO
HAY acontecimientos tan importantes que, para dotarlos de significado, la explicación accidentalista parece insuficiente. Tienen que haber ocurrido por algo. Así, el incendio de Nôtre-Dame, ante el cual nos cuesta aceptar que un cortocircuito o un soplete o la inadvertencia de un tío que paró a comerse el bocata haya llevado la destrucción a un templo casi milenario que lo soportó todo, desde el nihilismo purgante de la Revolución hasta la orden de Hitler de que ardiera París durante la Liberación que Von Choltitz, víctima de un muy oportuno acceso del síndrome de Stendhal, se negó a cumplir.
Un cortocircuito, un soplete, qué vulgaridad si se compara con la destrucción del templo de Jerusalén por Tito o con el incendio de Persépolis que Alejandro prendió para que a nadie le cupiera duda de que una civilización entera desaparecía para que surgiera otra. Por ello, para buscarle un sentido al incendio de la catedral, lo mismo he visto estos días a personas convencidas de que se trata de una demostración de la cólera de Dios en tiempos impíos que a otras, sin duda menos interesantes, empeñadas en explicar que Nôtre-Dame ha ardido sólo para transformarse en una alegoría de cuánto pueden los populismos dañar Europa. En los próximos años, al toparse con la carcasa ahumada de Nôtre-Dame, el visitante de París tendrá razones para hacerse las mismas preguntas acerca de la finitud de lo que parecía eterno que Shelley ante la visión de los escombros de Ozymandias. O como uno mismo ante el cochambroso mausoleo de Augusto, ante los restos de cualquiera de los templos de esa otra gran Europa precristiana que fueron abandonados para que picotearan de ellos los canteros que iban a levantar los templos de la civilización siguiente.
Si en verdad hace falta encontrar un motivo al incendio de Nôtre-Dame, si esa catedral no merecía un vulgar accidente, que el sentido sea el que ya cobró. El de la vertebración y la reconstrucción, el de las oraciones y la cadena humana para salvar lo que se pudiera, el de los bomberos ahí dentro. El del recordatorio del sentido comunal europeo contemporáneo que precisamente empezó a fraguarse cuando hubo que reconstruir otras iglesias, las que fueron destruidas por los bombardeos de la IIGM. Aún no se había consumido el fuego y los franceses ya habían postergado los conflictos de la cotidianidad y se habían dado cinco años para volver a levantar su iglesia, en la que todo les ha ocurrido, en la que todo lo han sido y lo serán todavía.