Francisco Sosa Wagner, EL MUNDO, 3/10/2007
La lealtad se ha quebrado con episodios como el del referéndum de Ibarretxe, sacando el juego político del casino donde se guardan las reglas para instalarlo en una timba donde imperan la maña y la trampa. ¿Qué tal, señores socialistas y peperos, si nos ponemos a defender la dignidad del Estado constitucional y nos olvidamos de la temporada de saldos y rebajas?
En el segundo decenio del pasado siglo XX un catedrático alemán, Rudolf Smend, hilvanaba sus teorías, en las soledades de su cátedra en Bonn, manejando los trebejos y las sutilezas que son propias del razonamiento jurídico. Dándole a su magín privilegiado dio con la fórmula de la lealtad federal calificándola como un ingrediente indispensable de la estructura federal del Estado. Smend advirtió que existe, inspirada en principios «no escritos», una relación funcional entre la Federación y los Länder que se halla situada más allá de las técnicas organizativas concretas puestas en pie por el texto constitucional y que se resume en la fidelidad de las partes a aquellos compromisos básicos que sirven de soporte a las relaciones entre los diversos componentes del Estado. Smend se apoyó, para construir su tesis, en los modelos americano y suizo y, a partir de sus enseñanzas, acierta con esta locución o con las de «conducta amistosa» o «amabilidad federal» y cuyo fundamento, plenamento jurídico, ha de buscarse en el «contrato» sobre el que el mismo Estado se asienta.
A mi juicio, esta lealtad es en efecto el gozne del Estado, la bisagra que sirve para facilitar el movimiento o el acomodo entre las piezas del sistema político descentralizado. Actúa como telón de foro que es aquel que, en el teatro, cierra la escena prestando su sentido a la decoración toda. Si lo trasladamos al ámbito del derecho constitucional, es el entibo del razonamiento judicial, el hilo de Ariadna que no debe perder de la mano ni el juez, cuya misión es componer conflictos, ni el político que ha de adoptar decisiones porque, si ello ocurre, uno y otro se desorientarán irremediablemente en el laberinto de los intereses enfrentados, tan abundantes en el Estado descentralizado.
Puede decirse que la lealtad, al estar solo parcialmente prevista en textos legales positivos, carece de cuerpo porque es más bien espíritu: la esencia o la substancia aglutinante (el adhesivo) de la organización política. Representa -dicho de otra forma- el confín que marca el territorio de las buenas maneras, más allá del cual se abre otro en el que no es difícil que se extiendan la sombra del desconcierto y el germen del despropósito.
Hoy, esta moneda de la lealtad, acuñada en la lejana ceca centroeuropea, es de circulación corriente en nuestro Tribunal Constitucional (así, sentencias de 18 de enero y 14 de marzo de 2007).
Pero Smend, un protestante muy activo en su iglesia, cuyo alejamiento del ideario nazi le obligó a abandonar Berlín y refugiarse bien calladito en la universidad de Göttingen, había avanzado más en sus reflexiones lúcidas al construir su teoría de la «integración». Si alguna justificación tiene el Estado es precisamente como realización de una comunidad de valores vividos y actualizados, no pues como una suma de elementos disgregados. De ahí deriva su legitimidad porque sin «integración» no hay Estado, siendo la Constitución el resultado formalizado de esa comunidad vertebrada. El Estado existe cuando hay un grupo permanentemente relacionado que se siente como tal, que recrea y actualiza los valores de que se nutre la «integración», y que es capaz de participar en la vida y en las decisiones de la colectividad. La «integración» es pues el meollo de ese gran artilugio, es su sustancia, el espíritu que lo anima, aquello que determina su existencia y lo justifica. Smend cita diversas modalidades de tal integración, así por ejemplo, la identificación de la colectividad con figuras y personajes concretos (el jefe del Estado o el del Gobierno) o con las instituciones básicas como el parlamento y las elecciones. O aquellas formas de vida que representan una «síntesis social» , elementos para la continua restauración de la comunidad política en cuanto agrupación de voluntades, cauce para la actualización de unos valores determinados e integradores, entre los que, en fin, se encuentran aquellos de contenido simbólico, caso de las banderas.
Así razonaba Smend a quien dolía la república de Weimar, pobre barquilla zarandeada por los extremismos totalitarios de la derecha y de la izquierda, y advertía de la fragilidad de las instituciones democráticas y más aún de la extrema fragilidad de las estructuras políticas descentralizadas. La historia le daría la razón y uno de esos totalitarismos, el de derechas, acabó con la república, con la integración y, en definitiva, con las buenas maneras que son al cabo la traducción al romance de esa integración y esa lealtad por las que clamaba Smend.
Pues bien, son esas «buenas maneras» las que se han perdido en nuestro panorama político quedando comprometido así el quebradizo edificio institucional. Porque se comprenderá que la lealtad salta irremediablemente por los aires cuando el presidente de una comunidad autónoma se atreve a desafiar al Estado del que forma parte y del que es representante en su territorio, convocando un referéndum ilegal. Cuando tal despropósito ocurre, nos hemos instalado en las peores maneras y hemos sacado el juego político del casino donde se guardan las reglas para acomodarlo, extramuros del mismo, en una timba donde imperan la maña y la trampa.
Se pierden algo más que las «buenas maneras» cuando queman las fotos del Rey unos republicanos que, por cierto, nunca han tenido la amabilidad de aclararnos cuál es la república que puebla sus sueños: la alemana, la italiana, la cubana o la argelina. Por no aclarar, ni tan siquiera nos aclaran su posición en lo que constituye la summa divisio de tal forma de organizar el Estado, es decir, si quieren una república parlamentaria o presidencialista porque el asunto no es baladí en orden, sobre todo, a la forma de elegir a quién encarna esa república. ¿Hay que explicar a estas alturas que al presidente federal alemán no lo eligen los ciudadanos sino un colegio político? ¿Y que al presidente francés sí lo elige el pueblo pero ello da lugar a un modelo bien distinto, con componentes autoritarios bien visibles?
Tales actitudes resultan de una gravedad extrema. Pero no merecen más dulce calificativo las voces de aquellos nacionalistas catalanes que están poniendo en cuestión al propio Tribunal Constitucional porque temen que formule objeciones a algunos artículos del Estatuto que aprobó la población de aquel territorio (una minoría de la misma). Somos varios los que hemos advertido el peligro que anida en este pasatiempo consistente en enfrentar la legalidad constitucional, cuyo garante es el Tribunal, con el juicio popular. Pura dinamita, amable lector. Pues manipulando con esa dinamita estamos y encima sin tomar las precauciones propias de los especialistas de la policía. Y, asimismo, dinamitando estamos la lealtad, la integración y la summa summarum cuando algunas fuerzas políticas se atreven a pedir al Gobierno que maniobre para evitar un juicio adverso del Tribunal Constitucional. Se han publicado hace poco en Alemania las memorias de Roman Herzog, presidente de aquella república entre los años 1994 y 1999 (Jahre der Politik, Siedler, 2007). Pues bien, este hombre, catedrático de derecho público, fue también magistrado y presidente del Tribunal Constitucional. Entre sus reflexiones, de subido interés, destaca la de que en los cincuenta años de su existencia, el Tribunal ha adquirido tal «autoridad» que un político o un órgano público que se opusiera a una de sus decisiones, sería sin más barrido de la escena. La clave del Estado de Derecho se halla pues en esa «autoridad» que, por su trabajo, el tribunal ha conseguido y en la confianza que por ello le muestra el soberano, es decir, el pueblo mismo.
¿Qué hacer?, como rezaba el título de un libro con el que muchos entretuvimos nuestra atolondrada juventud. Pues se impone que el Gobierno de España -y con él, la oposición- enarbolen el estandarte de la razón constitucional con valentía y sin complejos ante quienes intentan, no ya fragmentar el Estado, sino triturarlo. ¿Qué tal, señores socialistas y señores peperos, si de momento nos ponemos a defender la dignidad de nuestro Estado constitucional y nos olvidamos de la temporada de saldos y rebajas abierta con las ofertas de dodotis para el nene y la nena, la motorola para el adolescente enrollado y el viagra para el anciano abatido?
(Francisco Sosa Wagner es catedrático de Derecho Administrativo. Su último libro es ‘El Estado fragmentado’)
Francisco Sosa Wagner, EL MUNDO, 3/10/2007