Juan Carlos Girauta-ABC

  • Sánchez hace el juego a sus socios cuando les sigue la corriente en la coartada y hace ver que el desencadenante de los fuegos es una mala regulación de la libertad de expresión. Por eso el mudo listo no calla en este punto: «Hay que mejorar la protección de la libertad de expresión». ¿No está entonces lo bastante protegida, presidente?

Lo de abrir un debate sobre la libertad de expresión es de muy buen tono. Sánchez -que no ejercita dicha libertad porque no expresa nada mientras arden las capitales- se comunica por otras vías. ¿Marlaska acaso, dado el estropicio? ¡Quia! Ese también calla. Silencio sobre silencio. Una cosa estremecedora. En la semana del fuego real y el mutismo oficial, apenas alguna organización policial ha practicado esa libertad que pide debate. Los defensores últimos de todas nuestras libertades han comprendido que nadie en la pirámide del Estado pensaba hablar por ellos. Mientras, les abrían la cabeza, apaleaban y pateaban al que agarraban suelto, los sorprendían con tácticas avanzadas de guerrilla urbana, les hacían frente aparentes turbamultas enajenadas que desprecian su propia vida, trepan al techo de coches patrulla en marcha, enloquecen en oleadas que revelan la existencia de un plan detrás de la rabia. ¿A qué tanta rabia? A nada, y ahí está el tema. La excusa es el encarcelamiento de un delincuente reincidente, uno de cuyos delitos tendría que ver con palabras y -perdonen todos- con música.

El lenguaje es asunto tan vasto y profundo que da reparo hablar de él. Es un poco como la existencia de Dios, que ya no te apetece removerla a partir de cierta edad y de ciertas lecturas, salvo que seas sacerdote. Asimismo hay sacerdotes del lenguaje, y profetas, que practican su propia evangelización y su proselitismo. No es casual que Saussure esté en la raíz, a su pesar, de tres cuartas partes de la posmodernidad. Y menos aún que las dos caras de Chomski sean la misma cara, pues es lingüista y es azote por las mismas razones. Basta de digresiones.

La rabia de las manadas incendiarias que el lector guarda aún en la retina no obedece a nada. Es un atributo que se desencadena en el activista cuando se encuentra en su salsa, que es la muchedumbre delincuente. Lo del rapero les importa una higa. Si no hubiera estado a mano, los agitadores habrían encontrado otra cosa para encubrir la precipitada pérdida de prestigio de Podemos. Ahí se habían amontonado, bajo el perfil de un profe con pretensiones icónicas a lo Che Guevara, toda suerte de corrientes, grupúsculos, organizaciones marginales que, sumadas, tenían valor electoral. Y adheridas al viejo PCE, más. O eso creyeron hasta constatar que una cosa era Carrillo y otra Garzón.

Sin disimulo, un lujo que jamás se permite el populismo, Podemos ha intentado una operación de tintes peronistas ocupando a la vez el rol de emisor (el pueblo enardecido) y receptor (el gobierno atento). Es como jugar a las damas contigo mismo. No: al tres en raya, las damas dan demasiado juego. Esto ha sido obscenamente burdo, todo estaba cantado. Pero hay un problema: para hacer peronismo necesitas todo el poder. Y por mucho que Iglesias haya avanzado en la reproducción de iconos y en guiños evidentes -bien que actualizados-, el tiro le ha salido por la culata. La razón: en vez de percibirlo como gobernante y líder revolucionario, un cóctel que es la bomba, lo perciben como un vice sin poder que calienta la calle. O sea, estrictamente como lo que es.

Y eso que Sánchez, con su callar intenso, se lo puso a huevo. A primera vista, desaparecer de escena debería conferir algún protagonismo al que se queda, ¿no? ¡No siempre! A veces al protagonista ni siquiera se le ve en toda la obra. Godot. A veces todo gira en torno a un muerto, y ese muerto justifica cuanto se dice. Mario el de las cinco horas. Pero, yendo al teatro de la política, la ausencia es a veces presencia. Cuando desapareció varios meses, después de recuperar el liderazgo en su partido, de Sánchez se dijo que se estaba equivocando. Que si no sales en pantalla, si no opinas, si nadie sabe ni dónde demonios estás, ya no cuentas. Pero fue exactamente al revés, como recordarán.

En esta ocasión, la ausencia ha sido de tres días. Pero no nos engañemos: es el contexto el que hace que un periodo sea imperceptible o clamoroso. Lo segundo se ajusta más a las capitales sumidas en el caos, las llamas, los antidisturbios desbordados. Uno imagina a Marlaska preguntándose si debería cumplir con su obligación y comportarse como ministro del Interior, dando su apoyo a una policía brutalmente atacada y zanjando las alarmantes muestras gubernamentales de respaldo a los violentos. Uno se imagina a Marlaska respondiéndose que si Sánchez calla y el vicepresidente habla, a lo mejor él también tiene que callar. Esta posibilidad orillaría su rol institucional y lo sumergiría en la pequeña política. Y hete aquí que el otrora meritorio juez, el ex valiente, el antiguo defensor del Estado democrático de Derecho, al optar por lo peor confirma la validez intemporal del principio ‘Corruptio optimi pessima’.

El resto da un poco de vergüenza ajena. Sánchez habla al fin y, fiel a la escuela zapaterina, nos arroja una obviedad por toda explicación: «La violencia es un ataque a la democracia y el Gobierno garantizará la seguridad ciudadana». Coño, gracias, Sánchez. Imagínense que hubiera dicho lo contrario. Para el caso, soltar eso es como seguir callado. ¿Sabe? Si aquí está todo dios con la mosca detrás de la oreja es porque su socio de gobierno es el que maneja el caos. De eso nada dice el muy cuco.

De hecho, Sánchez hace el juego a sus socios cuando les sigue la corriente en la coartada y hace ver que el desencadenante de los fuegos es una mala regulación de la libertad de expresión. Por eso el mudo listo no calla en este punto: «Hay que mejorar la protección de la libertad de expresión». ¿No está entonces lo bastante protegida, presidente? Vaya, pobre rapero.