Nicolás Redondo Terreros-El Mundo
El autor considera que la sentencia del ‘caso Gürtel’ debería obligar al presidente del Gobierno a presentar su dimisión. Pero, a la vez, critica el loco ímpetu con el que ha actuado el secretario general del PSOE
Fue justo esta premisa básica del funcionamiento democrático la que me hizo pensar en la necesidad de convocar unas elecciones generales tras los comicios autonómicos de Cataluña. Después de aquellas elecciones autonómicas pensé que la apuesta estratégica del Gobierno ante el desafío independentista había dado como resultado la cronificación del conflicto catalán. El resultado de la tardanza y la tibieza en las reacciones del Ejecutivo, de unas esperanzas injustificadas en que lo anunciado por los independentistas no se terminaría cumpliendo y de entender la Justicia como un parapeto en el que evitar las responsabilidades políticas, ha sido unos cuantos políticos catalanes presos, otros tantos fugados en Bélgica, Suiza y Alemania, y volver a gobernar en Cataluña continuando, de una forma u otra, con la estrategia de ruptura con el resto de España, reduciendo la sociedad catalana a sus adictos.
El resultado electoral en Cataluña no sólo permitía a los independentistas gobernar, también en el bando constitucional los catalanes dejaban un mensaje explícito: por un lado, convertían a Ciudadanos en el primer partido de aquella comunidad y, por otro, situaban al partido del Gobierno en la última posición entre las fuerzas parlamentarias. La idea de que el tiempo político de la legislatura se había acabado ha ido adquiriendo más fuerza durante estas últimas semanas en las que el Ejecutivo ha negociado los Presupuestos con los nacionalistas vascos, crecidos ante un Gobierno cuyo único margen era abrir la bolsa para conseguir su apoyo. Mientras negociaba las cuentas con los nacionalistas vascos eran evidentes sus limitaciones para enfrentarse con la política a los gravísimos actos del recién elegido presidente de la Generalitat –me impresiona cómo Rajoy es mucho más contundente cuando defiende su puesto que cuando se debe enfrentar a los nacionalistas–.
Pero todas estas razones son discutibles; serán muchos los que consideren que no se pudo hacer nada antes ni nada distinto y que el resultado no se le puede achacar sólo a Rajoy y a su Gobierno, aunque sea el único al que los españoles podemos pedir cuentas por la situación. La idea de la convocatoria electoral era hasta la semana pasada exclusivamente personal. Pero la sentencia que confirma una caja B del Partido Popular y niega crédito a las explicaciones evasivas de algunos testigos, entre ellos el propio presidente Rajoy, fortalecen definitivamente la impresión de final de un ciclo, de final de un tiempo político, de la conclusión de la legislatura.
La democracia se basa en un conjunto de ficciones y mitos que son, sin embargo, ideológicamente reales y éticamente necesarios para que la democracia sea democrática. Muchos de estos mitos y principios en los que se ha basado la democracia liberal y social de la posguerra han empezado a ser discutidos por unas sociedades sacudidas por la crisis económica, los cambios provocados por la revolución tecnológica y la globalización. Se mezclan explosivamente en las sociedades occidentales sentimientos pesimistas –el futuro de nuestros hijos ni está asegurado ni será mejor que el nuestro– con la proliferación de ilusiones utópicas –las nuevas tecnologías parecen convertir esas utopías en realidades cotidianas–, hasta poner en crisis la política tal y como la hemos entendido hasta hoy. En ese torbellino, los políticos, en gran medida sobrepasados, pueden hacer poco para dar seguridad y esperanza a los ciudadanos; entre esas escasas posibilidades que tienen está la de hacerse cargo de sus responsabilidades públicas y personales, sin esconderse en mayorías parlamentarias o privilegios judiciales.
En España se suele oír que somos muy permisivos con la corrupción, pero olvidamos, en unas ocasiones voluntariamente y en otras debido a nuestro sempiterno pesimismo, vestido en unos casos de coquetería eventual y en otros con el ropaje dramático del nihilismo, que la exigencia moral de una sociedad es inevitablemente el producto de la interacción de ella misma con las instituciones, con los políticos, con sus representantes.
La ejemplaridad no es un recurso de buenistas impenitentes o de santurrones de capilla, es base imprescindible de una democracia democrática. En realidad, la prueba más evidente de la fortaleza de una democracia es el tiempo que les cuesta a los políticos asumir sus responsabilidades cuando han cometido un error o cuando es evidente que suponen una pesada carga para sus conciudadanos.
La sentencia del caso Gürtel, teniendo en cuenta lo que ha sucedido a su alrededor y lo que está por llegar, debería obligar al presidente del Gobierno a presentar su dimisión. Pero los dimes y diretes, las ansias y los apresuramientos de algunos partidos de la oposición han impedido una reflexión general sobre la responsabilidad de Rajoy. Hoy, debido a su loco ímpetu, estamos hablando más de la moción de censura de Pedro Sánchez y sus posibles apoyos que de la responsabilidad del presidente. La premura del Partido Socialista en presentar una de las soluciones posibles sin esperar ni acordarla con nadie y los apoyos indeseables que la moción puede tener, facilitará que, a pesar de que la permanencia de Rajoy es una carga para el país, algunos esgriman el quebranto de la economía o la inestabilidad política como argumento para desactivarla.
Pero, ¿existen otras soluciones? Yo veo dos, una anterior a cualquier otra y una segunda que me parece inevitable. La primera es la dimisión –una vez convencido Rajoy de que en la soledad en la que se encuentra no puede gobernar el país y enfrentarse con superioridad ética, garantías y apoyo parlamentario al conflicto catalán– en un plazo de tiempo determinado proponiendo un candidato de su partido a la presidencia del Gobierno. Esta solución sería incontestable, está en su derecho y daría un ejemplo reconfortante a la ciudadanía, liberando a su partido de un pasado que les perseguirá mientras él sea su máximo dirigente. Para que sucediera esto, los dirigentes de su partido, viendo cómo ha reaccionado en los primeros momentos, deberían hablar en ese sentido. Conseguirían poner a salvo su legado y, sobre todo, conseguirían sobrevivir electoralmente.
Sin embargo, la reacción de los partidos es previsible, incluso en organizaciones que han mostrado sobradamente el valor personal y cívico de sus integrantes en momentos muy comprometidos; tienden a encogerse y a ver en los razonamientos externos un insulto, en las críticas una amenaza y en los consejos la intención de acabar con ellos. Por ello, ante el muy previsible enrocamiento de la clerecía del PP, la única solución razonable será la convocatoria de unas elecciones anticipadas, por los medios parlamentarios y democráticos que estén al alcance de la oposición. Unas elecciones, aunque sean anticipadas, no crean inestabilidad; al contrario, tranquilizan y no generan más riesgos que el mantenimiento de una situación insostenible.
Me resulta sorprendente que en un periodo en el que los partidos han decido votar todo, hasta lo menos trascendente (uno de los grandes partidos, también embargado por sus líderes, ha votado estos días sobre la vivienda de su secretario general), se muestren reacios a dar la palabra a la sociedad española en una situación verdaderamente grave y urgente.
Deshagan los socialistas el camino impulsado por el apresuramiento que les ha llevado a tener que explicarse, perdiendo una iniciativa que el destino les regalaba, y concierten, si el presidente no asume debidamente sus responsabilidades, la forma de ir a unas elecciones generales. No hay inestabilidad que enfrentar si vamos a elecciones; no es posible ni es el momento de llevar a la práctica el programa socialista, no hay tiempo. ¡Es la hora de la ciudadanía! Si actúan cabalmente pueden tener éxito y ganar credibilidad; si van por el atajo, el fracaso y el descrédito están asegurados.