IGNACIO CAMACHO-ABC

El grupo dominante, la tribu, se autoafirma mediante un ejercicio de asedio grupal contra el elemento proscrito

HAY una puntada invisible que une la agresión a los guardias civiles de Alsasua con los cipreses talados de Boadella, la pintada en casa de Tomás Guasch o el señalamiento de la mujer del juez Llarena. Ese hilo es el del sentimiento de la propiedad territorial, el de la deshumanización del adversario, el de la imposición de una hegemonía tribal por la vía violenta. En Navarra, como en algunas zonas del País Vasco, el radicalismo posetarra se refugia en ciertos ámbitos para sobrevivir como en una reserva; en Cataluña, al disidente del pensamiento único lo quieren convertir en un extranjero moral, apátrida en su propia tierra.

Ese proceso de patrimonialización del territorio se desarrolla en paralelo a una voluntad excluyente de la convivencia –«alde hemendik», fuera de aquí–, a una hostilidad abierta contra el rival político. El odio funciona como agente catalizador que transforma a cualquier antagonista ideológico o social en un enemigo que debe ser acosado, ahuyentado, depurado o destruido. La identificación del diferente precede a su aislamiento social y desemboca en la fase de expulsión (Arendt), en la que el grupo dominante se autoafirma mediante un ejercicio de asedio comunal contra el elemento proscrito. La víctima rotulada de no grata debe saber que su presencia está mal vista, que no le queda otra salida que la del exilio. Si se resiste, será primero importunada, luego amenazada, más tarde perseguida y por último acaso atacada, como en Alsasua, por lo que el abogado Rubén Múgica –hijo de una víctima del terrorismo– ha denominado con desusada pero precisa retórica «una turba de aldeanos embrutecidos». Se trata de hacerle entender que representa un cuerpo extraño en el clan, un polizón ajeno al proyecto colectivo. Un intruso en la demarcación sagrada de la tribu.

En el caso de Alsasua llueve sobre una tierra empapada; la anterior alcaldesa, de Bildu, piropeó a la Guardia Civil con un expeditivo «me cago en vuestras putas calaveras». No fue una bronca de borrachos lo que está sometido a juicio en la Audiencia, sino una acometida grupal contra varios agentes de la Benemérita cuya aparición en un bar de la localidad revestía para los batasunos el carácter de una ofensa. Al salir del perímetro acotado del cuartel, el último emblema del Estado, habían transgredido una simbólica frontera. Abandonar Fort Apache constituía una provocación en toda regla.

Si ese ataque encaja en la tipificación penal de terrorismo lo ha de decidir el tribunal con un criterio jurídico, no semántico ni terminológico ni narrativo. Pero los rasgos de intimidación con violencia, de brutalismo contra la autoridad, responden a un marco de exclusión totalitaria, de persecución del distinto. Y eso es exactamente lo que, al posicionarse junto a los agresores con máximo desprecio hacia los agredidos, están apoyando la extrema izquierda y el nacionalismo.