Ignacio Camacho-ABC
- La sucesión de novedades relevantes en los tribunales demuestra que la agenda pública ha escapado del alcance de Sánchez
Las declaraciones en las diligencias de instrucción sumarial pueden hacer mucho ruido, pero su valor en el conjunto del proceso es relativo. La verdad judicial, el relato sobre la existencia y en su caso la modalidad de un delito, la establece un tribunal tras escuchar a la acusación, los imputados, la defensa y los testigos, y luego contrastar sus manifestaciones con las pruebas que la investigación aporte en el juicio. Por tanto las confesiones de Aldama y su correspondiente contradicción por parte de Ábalos, Koldo y compañía son sólo el principio de una causa penal a la que aún le espera un largo recorrido; la credibilidad de los testimonios es provisional al menos hasta que la fiscalía y el juez instructor reciban un soporte indubitado de su contenido. Lo que sí tienen es enorme capacidad desestabilizadora, y en el asunto de marras sólo con que resulte cierta una porción de lo dicho bastaría para armar un descomunal escándalo político.
El problema de Sánchez consiste en que por mucho que se afane en crear relatos de conveniencia a través de su potente maquinaria de mensajes no va a poder controlar el flujo de revelaciones que brota de los tribunales. El presidente ha perdido la iniciativa, la gestión de los tiempos y la capacidad de anticiparse a unos hechos que fluyen fuera de su alcance. La acción de Gobierno está bloqueada, los socios aprietan las tuercas del chantaje y los discursos exculpatorios apenas duran días u horas antes de desplomarse bajo la continua aparición de noticias desfavorables. Todas las ocurrencias que cada mañana reparte a los ministros el laboratorio de frases pierden vigencia de inmediato, a veces en la misma tarde, dejando con cara de desconcierto a unos portavoces oficialistas obligados a reproducir consignas repletas de banalidades y expuestos a que el implacable contraste de la realidad los retrate en el espejo de un ridículo flagrante.
Así las cosas, el proyecto gubernamental, de haberlo, se ha vuelto transitorio, condenado a una especie de interinato por la imposibilidad práctica de proporcionarle un rumbo claro. No existe otra estrategia que la de blindar el liderazgo, protegerlo de la tormenta de corrupción que descarga en los juzgados. Los plazos judiciales son un arma de doble filo; por un lado pueden contribuir a estirar el mandato y por otro lo convierten en un calvario cotidiano de sospechas y sobresaltos. La guerra contra los magistrados y la teoría de la conspiración son un recurso a la desesperada, una fuga hacia adelante para mantener el ánimo de los votantes más sectarios. Por primera vez en seis años, el Ejecutivo transparenta la sensación de no tener el dominio de la agenda pública en sus manos. Eso no le va a impedir resistir, ni defenderse a coletazos, pero siempre bajo la amenaza de que todo se venga abajo ante cualquier delación comprometedora de un cómplice acorralado.