LA Junta Electoral prohíbe la participación de Santiago Abascal en el único debate de líderes previsto en esta campaña, alegando que Vox carece de representación en el Congreso. Aplica con rigor digno de mejor causa una legislación que en este caso no es fuero, sino huevo, toda vez que la lógica democrática, la libertad de expresión y opinión, el derecho de los ciudadanos a una información plural y el mapa demoscópico que trazan todas las encuestas en estas elecciones cruciales aconsejaba una discusión abierta entre los cinco candidatos, todos ellos varones, por cierto, a pesar de la insistencia con que la izquierda usa y abusa de la palabra «mujer», atribuyéndose su representación.
Los árbitros de nuestros comicios no interpretaron la norma con igual dureza cuando se trató de acoger en la pequeña pantalla a los dirigentes de Podemos y Ciudadanos, en vísperas de las anteriores generales. Tampoco Pablo Iglesias y Albert Rivera encabezaban entonces formaciones que hubieran llegado al Congreso, pero bastó su presencia en el Parlamento Europeo para autorizar su participación en un debate similar a este. Porque de lo que se trata, en definitiva, es de proteger la calidad de nuestra democracia, dotar al pueblo soberano de elementos sobre los que fundar su juicio y brindar iguales oportunidades a cuantos partidos concurren a las urnas. ¿Contribuye a esos empeños la decisión anunciada ayer? No, por mucho que se asiente en un texto legal. Flaco favor se hace a la transparencia vetando en el escenario a un actor que, guste más o guste menos, desempeña un papel protagonista. La resolución huele por tanto que apesta a prejuicio ideológico, máxime considerando la manga extraordinariamente ancha que se ha tenido siempre aquí con grupos que abogan abiertamente por dinamitar la Constitución y romper la unidad nacional, que justifican la perpetración de un golpe de Estado en Cataluña, alientan actos de acoso al adversario o se niegan a condenar el historial terrorista de ETA, entre otras razones porque su cabecilla ha sido parte integrante de la banda.
La Junta Electoral hurta así a los españoles la oportunidad de evaluar por sí mismos la formación, capacidad, cultura, cintura y educación de quienes pretenden gobernarlos. Bien es verdad que tampoco estarán presentes en esa confrontación dialéctica los números uno del PNV, Bildu, JpC, ERC y Bildu, que son los que llevaron en andas a Sánchez hasta La Moncloa y probablemente tendrán la llave para repetir la jugada. Una pena. Habría resultado impagable ver al presidente socialista fingir discrepancias con sus socios separatistas y a estos recordarle ciertos favores pendientes de ser cobrados. En compensación por evitarse ese bochorno, al cabeza de cartel del PSOE se le fastidia la posibilidad de contemplar a sus adversarios del centro-derecha pelearse entre sí, reforzando aún más la imagen de división que lastra sus candidaturas. Excluido Abascal, involuntariamente beneficiado por el papel de víctima que le ha regalado la Junta, es de esperar que Pablo Casado y Rivera actúen con inteligencia, como hicieron el martes Cayetana Álvarez de Toledo e Inés Arrimadas, evitando el cuerpo a cuerpo y centrando sus dardos en la ministra María Jesús Montero, cuya actuación produjo auténtica vergüenza ajena. Se le abren a una las carnes pensando que una persona tan carente de respuestas como sobrada de crispación pueda repetir mandato. Pero esa es exactamente la utilidad de los debates. Poder medir a los candidatos. A todos sin excepción.