José María Ruiz Soroa, EL PAÍS, 21/7/2011
Deconstruir un Estado de derecho poniendo de relieve sus fallos es fácil, pero constituye una irresponsabilidad el hacerlo si al mismo tiempo no se propone algún remedio concreto para su reconstrucción.
La actuación de los genéricamente denominados «indignados» suscita, una vez transcurrido más de un mes de su comienzo, una serie de reflexiones.
La primera y más llamativa (aunque quizás no sea la más importante) es la de que se están confundiendo tanto en el discurso como en la práctica dos ideas no equivalentes: las de violencia y fuerza. La actuación de los indignados se reclama como esencialmente pacífica o no violenta, lo cual es cierto pero insuficiente. Porque puede no ser violenta y, sin embargo, estar utilizando la fuerza (o a «las vías de hecho», como se dice gráficamente), y de esta manera estar siendo ilegal. Ocupar sin autorización espacios públicos, realizar colectivamente cencerradas o abucheos, o impedir en masa el cumplimiento de decretos judiciales legítimos es usar de la fuerza, por mucho que no sea violenta. Y conviene decirlo, porque la fuerza no es un argumento aceptable en democracia salvo cuando la utiliza la autoridad legítima.
La fuerza encarnada en la multitud tiene un atractivo poderoso. Hay en nuestra cultura una especie de atavismo genético que lleva a apreciar a una multitud como algo necesariamente bueno y justo, sobre todo cuando se trata de personas jóvenes y humildes. La reunión física en público de muchas personas suscita un sentimiento de comunión real de espíritus y cuerpos que subyuga tanto al participante como al observador. Probablemente, porque convierte una comunidad meramente imaginada (la sociedad) en un ente palpitante y real.
Por el contrario, la idea de que varios millones de personas han acudido un mismo día a realizar el repetitivo acto de votar de manera ordenada no despierta en nuestra mente sino una sensación de rutina aburrida. Mientras que ver y oler a 200.000 personas en las calles nos maravilla e ilusiona, porque nos parece que es el pueblo (nada menos que el pueblo) el que pasa en persona por la calle. Nuestra cultura política adolece de nostalgia de pueblo o, dicho de otra manera, de inmadurez democrática.
Una cosa es la prudencia, otra el goût démocratique. Probablemente es prudente no disolver por la fuerza convocatorias colectivas (tolerancia), pero no es democrático ensalzarlas y ver en ellas un valor superior al del ciudadano que se queda en su casa y se limita a votar a sus representantes. Si la ciudadanía toda ocupase la calle y se pusiera a discutir y reclamar allí sus derechos, descubriríamos de inmediato que así no funciona, y tendríamos que inventar reglas, estructuras, jerarquías y rutinas para que la voluntad del pueblo se realizase. Es por eso por lo que resulta estúpido reinventar la democracia a estas alturas. Y jalearlo.
Tampoco se compadece la democracia bien entendida con el persistir durante mucho tiempo en la presencia masiva en las calles sin proponer al mismo tiempo reivindicaciones concretas que puedan ser procesadas por el Estado de derecho. Una de dos: o se efectúan peticiones concretas que sean reconocibles y tratables por los cauces democráticos instituidos (la reforma), o se sitúa uno fuera de esos cauces y se reclama la ruptura del sistema (la revolución).
Lo que no cabe es un tercer género, en el que se ocupa la calle con unas reivindicaciones que de puro genéricas son improcesables por el sistema político y se pretende al mismo tiempo que ese sistema proporcione respuesta al movimiento. Así lo único que se hace, en realidad, es socavar la legitimidad del sistema mismo aunque sin el coste de proponer un recambio, lo cual es la vía fácil del populismo.
Deconstruir un Estado de derecho poniendo de relieve sus fallos es fácil, pero constituye una irresponsabilidad el hacerlo si al mismo tiempo no se propone algún remedio concreto para su reconstrucción.
Hace dos siglos que un perspicaz pensador político observó que, en un régimen liberal, la reivindicación de grandes principios o abstractos ideales (justicia, libertad, fraternidad, etcétera) no lleva sino a la destrucción irreparable de la democracia. Porque esta no tiene respuesta para una petición tan general y grandilocuente.
Si se pretende pasar revista al sistema completo a la luz de la justicia absoluta, por ejemplo, el sistema democrático se hunde en el descrédito, porque ningún sistema imperfecto por definición puede soportar ese examen. Por eso, decía Benjamín Constant, en democracia sólo cabe reivindicar «principios intermedios», es decir, metas limitadas y concretas que puedan ser perseguidas por las instituciones sin poner en cuestión el sistema mismo. Vamos, que es mejor no pedir «justicia» u «otro mundo», sino la modificación de la Ley Hipotecaria.
Por eso, y a pesar de que suene a conservador, al movimiento de los indignados hay que recordarle que está obligado a concretar sus reivindicaciones, en lugar de recrearse de manera un tanto infantil en su capacidad de presencia callejera o en su indignación. Que está obligado a transformar este sentimiento en propuestas procesables por la democracia. De lo contrario, no conseguirá una «democracia real» (sea eso lo que sea), sino empeorar un poco más la que existe. Y no hay otra.