Fuerzas del orden y Constitución

El ex presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Earn Warren, en una conferencia en 1962 sobre James Madison, manifestó que «los padres fundadores de la Constitución se aseguraron de que el Gobierno federal tuviera el poder necesario para gobernar». Aserto que cobra más fuerza aún en un país extremadamente descentralizado como es el norteamericano, en el que rige la llamada «cláusula de supremacía», desarrollada en el artículo VI de la Norma Fundamental. Este artículo, que debe recordarse especialmente en la hora actual española, dice así: «Esta Constitución y las leyes de los Estados Unidos que se expidan con arreglo a ella, y todos los tratados celebrados o que se celebren bajo la autoridad de los Estados Unidos, serán la suprema ley del país y los jueces de cada Estado estarán obligados a observarlos, aun cuando se encuentre en la Constitución o en las leyes de cualquier Estado alguna disposición que lo contradiga».

 

En definitiva, los constituyentes americanos estaban adoptando avant la lettre el principio de jerarquía normativa desarrollado por Kelsen, base de todo régimen auténticamente constitucional. Principio éste que adquiere su máximo rigor sobre todo en los Estados descentralizados. No es extraño, por tanto, que un prestigioso constitucionalista americano haya escrito que «por medio de la cláusula de supremacía, los constituyentes norteamericanos evitaron que el Gobierno federal se convirtiera en un subordinado de los Estados miembros de la misma manera que habían destruido la eficacia de la Confederación original». Y, más adelante, insiste en que «la cláusula de supremacía puede considerarse rigurosamente como la clave de bóveda de la Constitución. Sin ella, no cabría ningún verdadero sistema federal, sino únicamente una débil unión moral entre los diversos Estados. En otras palabras -añade-, quítese esta especial pieza y la maquinaria federal se caería hecha pedazos«.

Pues bien, si traigo a colación estas reflexiones americanas es porque aquí se encuentra la clave fundamental para entender lo que está sucediendo en Cataluña, o mejor dicho, en la España actual. En efecto, nuestra Constitución no adoptó este principio esencial de manera radical, tal como sucede en Estados Unidos, sino que todo lo más aceptó una «pseudocláusula de supremacía» insuficiente y vergonzante, pues en su artículo 149.3 dice que: «La competencia sobre las materias que no se hayan asumido por los Estatutos de autonomía corresponderá al Estado, cuyas normas prevalecerán, en caso de conflicto, sobre las de las comunidades autónomas en todo lo que no esté atribuido a la exclusiva competencia de estas». Luego la Constitución no está siempre por encima de los Estatutos.

Semejante decisión, tras no haber dejado claras cuáles son las competencias del Estado y cuáles las de las comunidades autónomas, permitió otro de los enormes errores del Título VIII de nuestra Constitución, el cual se debe a varios juristas -y después al Tribunal Constitucional- de modo irresponsable, en mi opinión, respecto al llamado «bloque de constitucionalidad», copia caricaturesca de un concepto que elaboró la doctrina francesa, pero en ese caso con evidente justificación.

Sin embargo, esta idea que era lógica y racional en Francia para conferir un vigor constitucional inmediato a normas que tenían su razón de ser fue, como ocurre con frecuencia en nuestro país, un ejemplo de plagio mal aplicado y, por tanto, el resultado fue desfigurar nuestro sistema normativo. Efectivamente, los autores del invento, azuzados por los nacionalistas, establecieron que los Estatutos de autonomía forman parte del llamado bloque de constitucionalidad, con lo cual una norma es inconstitucional no solo cuando infringe el texto de la Constitución, sino también cuando va en contra de algún artículo de cualquier Estatuto. Dicho en otras palabras: los Estatutos de Autonomía quedaban equiparados a la propia Constitución y con ello se hacía pedazos el principio de jerarquía normativa, y, por supuesto, la señalada «cláusula de supremacía», porque incluso se ha llegado a dar el caso, como ocurre en el discutible Estatuto de Cataluña, de que se incluya en sus artículos interpretaciones de cómo debe entenderse la Constitución (ver, por ejemplo, su artículo 110).

Todo esto, como digo, es la causa principal, aunque ciertamente no la única, de la crisis actual, la cual no es una crisis estrictamente de Cataluña, sino que es una crisis que puede llevarse por delante a la Nación española. Pero vayamos por partes para demostrar la ambigüedad y la confusión de nuestro sistema de distribución de competencias entre el Estado y la Comunidad Autónoma de Cataluña, en un problema que ha surgido ante los graves incidentes que se pueden producir el próximo día 1 de octubre, y en los que se pueden enfrentar ni más ni menos que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado con los denominados Mozos de Escuadra. Tal situación es posible si se duda, como parece, de la lealtad constitucional de los Mozos, por lo que el Estado ha tenido que enviar refuerzos de la Guardia Civil y de la Policía Nacional para evitar posibles inhibiciones de la policía autonómica ante los eventuales desordenes públicos.

Sea lo que fuere, está bien claro que de acuerdo con la Constitución y las leyes que la desarrollan en materia de seguridad, los Mozos (o mejor dicho, sus jefes políticos) podrían incurrir en una clara conducta delictiva que no se puede tolerar. De entrada, se ocupa de la cuestión el artículo 8 de la Constitución, señalando que «las Fuerzas Armadas constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional». Es decir, este artículo no es más que la consecuencia máxima de que la unidad y la integridad del territorio español tiene como última garantía la intervención de las Fuerzas Armadas. Así lo confirman los artículos 2 y 15.1 de la Ley de 17 de noviembre de 2005 de la Defensa Nacional, estableciendo lo siguiente: «La política de defensa tiene por finalidad la protección del conjunto de la sociedad española, de su Constitución, de los valores superiores, principios e instituciones que en esta se consagran, del Estado social y democrático de derecho, del pleno ejercicio de los derechos y libertades y de la garantía, independencia e integridad territorial de España». Naturalmente corresponde al Gobierno, según señala el artículo 97 CE y el 5 de la ley citada, la política de defensa y su ejecución y, especialmente, a su presidente, la determinación de sus objetivos y la gestión de las situaciones de crisis.

Ahora bien, donde podría haber dudas sobre las competencias de los Mozos es en la confusa distribución de competencias del artículo 149 1.29 CE, puesto que este artículo trata de las «competencias exclusivas del Estado» y sin embargo permite la creación de policías autonómicas, de acuerdo con las leyes. De las disposiciones que se ocupan de la delimitación de tareas entre las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y las Policías Autonómicas, la más importante es la LO de 13 de marzo de 1986. Merecen resaltar dos artículo: el 38.2.c, en donde se dice que en caso de grandes concentraciones humanas las autoridades estatales competentes o la propia Policía autonómica puede solicitar la intervención de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y, en tal caso, según el artículo 46.2, serán los mandos de estos últimos los que asuman la dirección de la operación. Existen otras normas que van en el mismo sentido, pero no me resulta posible citarlas aquí. En consecuencia, no puede haber dudas por parte de los Mozos de Escuadra de a quién tienen que obedecer en el supuesto de órdenes enfrentadas: o se obedece a la Constitución y al Gobierno legítimo de España o se obedece a un pseudogobierno sin derecho y contra el derecho. Porque además deben tener en cuenta que el político nacionalista es el único animal que tropieza dos veces en el mismo referéndum fraudulento.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.