ANTONIO GARCÍA MALDONADO-El MUndo
El autor analiza el nuevo y esperado libro de Fukuyama, ‘Identidad’, en el que se muestra sorprendido ante la virulencia que recorre el mundo, desde el nacional-populismo al islamismo, contra la democracia liberal.
La controversia se inició pronto. Fukuyama es uno de los autores más referenciados cuando se analiza la realidad política, pero también es uno de los peor citados. Su «fin de la Historia» se interpretó –él no lo puso difícil– como la afirmación de que el progreso no tendría ya vuelta atrás. La leyenda que certificaba la idea indestructible del progreso, que se asentaba en una concepción del correr del tiempo como aliado del ser humano. Pero no siempre había sido así.
Para Séneca o Platón, el tiempo era enemigo del ser humano. Para los griegos, desde Homero hasta los estoicos, la naturaleza humana no podía sufrir alteraciones, porque estaba ya prefijada. Maquiavelo pensaba que la República romana era el estado ideal. No sería hasta la última etapa del Renacimiento cuando esta idea arraigada del tiempo como enemigo comenzara a cuestionarse. Después llegaron Bodino, Descartes, el racionalismo, la ciencia y la Ilustración, y la idea del progreso se consolidó. El futuro era tierra de promisión, y lejos de tenerle miedo, había que luchar por su llegada.
Esa concepción de inspiración hegeliana es la que Fukuyama resumió y defendió en su «fin de la Historia». Lo hizo tras el triunfo de la democracia liberal frente al socialismo de la URSS. Pero pronto sus críticos comenzaron a echarle en cara todo suceso sorprendente que acontecía en el mundo. Él mismo lo cuenta en Identidad: cualquier mínimo escándalo, en cualquier parte del mundo, por minúsculo que pareciese, parecía contradecir su libro. No digamos hechos como el 11-S o el surgimiento de Estado Islámico (IS).
Quizá eso explique la atención generada con la aparición de Identidad. Aunque ya en libros previos a este matizaba la recepción generalizada de su «fin de la Historia», es aquí donde Fukuyama parecería enmendarse a sí mismo de manera más clara. Hay, por tanto, cierta atracción morbosa en la publicación de esta obra. Cabe preguntarse: ¿se refuta a sí mismo Fukuyama? No en el fondo, pues sigue pensando que el horizonte de la democracia liberal es el más plausible y deseable a largo plazo. Pero se muestra sorprendido ante la virulencia de las enmiendas que unos y otros, desde líderes nacional-populistas de Europa o EEUU, hasta los islamistas intransigentes o corrientes feministas anticapitalistas, esgrimen contra la democracia liberal. Trump, como comenta en la primera línea, sirve de ejemplo palmario. Pero también el Brexit, Orban o el independentismo catalán. ¿De dónde surge semejante impugnación?
Identidad busca el origen de dicho malestar. Rastrea en la gestión de la crisis, en la desigualdad económica, en la evolución de los salarios, en la degradación del empleo. En definitiva, en aquellos aspectos materiales en los que la teoría de la elección racional y el utilitarismo de Bentham –tan presente aún en nuestra forma de mirar e interpretar el mundo– nos indicarían que deben explicar el desencanto y la ira. Pero no es allí donde Fukuyama halla respuestas tentativas a esas políticas de resentimiento que hemos visto florecer por todo el mundo, ya fuera en forma de voto protesta a formaciones radicales a uno y otro lado del espectro, bien en forma de revoluciones como las de la Primavera árabe, o en crecientes y exitosos movimientos de identidad centrados en reivindicar características innatas como el hecho de ser mujer, negro o corso.
El libro de Fukuyama funciona, por tanto, como diagnóstico y como alerta. El diagnóstico nos dice que tenemos una tercera parte del alma, que los griegos llamaban thymós, que busca el reconocimiento. Bien como igual –isotimia– o como superior –megalotimia–, y que dicha fuerza supera a la satisfacción de las necesidades materiales básicas. Son fuerzas que han movido a líderes de la Historia que hoy admiramos o deploramos. La pregunta de Fukuyama es si la democracia liberal, que él veía como potencial estación de término de la Historia, es capaz de canalizar positivamente estas inclinaciones del thymós hacia el reconocimiento, bien de la igual dignidad, bien de la superioridad. Y ahí duda.
La alerta reside en el escepticismo que el autor muestra ante la posibilidad de que el ideal de ciudadano cosmopolita colme necesidades relativas al sentimiento de pertenencia, comunidad y arraigo. Una idea que engarza con las investigaciones expuestas en otro ensayo que tuve la suerte de traducir el pasado año, La mente de los justos, del psicólogo social estadounidense Jonathan Haidt. Un autor que argumenta algo que sospechábamos: que no somos tan racionales como nos gusta pensar. Que somos más dependientes de sesgos atávicos de lo que creíamos, y que nuestra evolucionada mente grupal juega de igual a igual con nuestras inclinaciones utilitaristas.
Fukuyama viene a decir que nos teníamos por ilustrados pero que a la mínima –o no tan mínima, dada la magnitud de la crisis y el cambio científico-técnico– nos ha regurgitado con estruendo el romanticismo, la hipertrofia de la subjetividad. La venganza del buen salvaje de Rousseau frente al racionalista Voltaire. Así expresa él la esencia de los tiempos: sentimos un yo interior genuino aplastado por una realidad exterior que la castra y la niega. El corolario es claro: debemos intentar salvarlo y hacer de él la esencia de nuestra identidad y acción política. Lo importante no sería tanto buscar lo que iguala o une al resto como lo que nos hace específicos. Se trataría de reivindicar lo auténtico invisibilizado y hacer valer lo que en justicia le corresponde tras años de oprobio. En eso consiste la política del resentimiento. De ahí la polarización, un hecho que las redes no han hecho más que potenciar.
ES CONOCIDAla crítica del estadounidense Mark Lilla a esta postura. En su libro El regreso liberal (Taurus), critica el culto al particularismo y comenta sus efectos en la calidad de la política y la convivencia. Una actitud que, en su opinión, explicaría el fracaso de la demócrata Clinton frente a un republicano Trump preocupado por los verdaderos invisibilizados de la globalización: el hombre blanco, heterosexual, rural y trabajador del sector industrial.
Fukuyama coincide en su crítica general, pero se muestra, en mi opinión, más realista que su colega al valorar la decepción ante las promesas de liberación de la democracia liberal. Al fin y al cabo, 250 años de revoluciones no han impedido que llegáramos a nuestros días con desigualdades incontestables de raza o género. Lilla dice que la solución es buscar identidades más amplias y abarcadoras que las más estrechas e innegociables definidas por características innatas. Pero sin concederle a los aspectos materiales –salarios, seguridad, desigualdad– la importancia que le da Fukuyama.
Creo que las carencias materiales tienen más importancia que la que se admite en éste y en otros ensayos. En mi opinión, las posibles soluciones pasarán por una distribución de riqueza mucho más ambiciosa, aunque coincido en el escepticismo ante soluciones similares a la renta básica universal, por obviar cuestiones de reconocimiento. Libros como este nos enseñan a no perder de vista la verdadera dimensión de unas necesidades humanas que van más allá de la comida y el abrigo. Fukuyama no se enmienda, pero se matiza y explica mejor. Y merece la pena considerar sus razones.
Antonio García Maldonado es consultor y analista político. Es traductor en castellano de Identidad (Ediciones Deusto).