ABC-ÁLVARO VARGAS-LLOSA
Hoy, el problema catalán y la desaceleración económica harían impracticable un programa que satisficiera a Unidas Podemos
CON España pendiente de si el PSOE y Unidas Podemos pactarán un acuerdo que permita a don Pedro Sánchez formar Gobierno, conviene echar un vistazo a la experiencia de los «frentes populares». Desde los años 70, sólo hay dos precedentes europeos de un eventual cogobierno, hoy, entre el PSOE y Unidas Podemos. El primero, a mediados de esa década, ocurrió en Portugal tras la caída de la dictadura y por poco desemboca en una guerra civil, pues un sector más bien liberal quería una democracia burguesa y el otro, la revolución. Llegado al poder Soares, socialista cuerdo, lo primero que hizo fue apartar a los comunistas del poder. El segundo, a inicios de los 80, fue el de Mittérand, que, con el «programa común» en ristre, aplicó medidas estatistas, provocando la hecatombe que lo llevó, en 1984, a hacer un viraje copernicano denunciado por los comunistas como una traición.
Desde entonces, no ha habido nada similar. A finales de los 90, Jospin nombró algunos ministros comunistas en Francia, pero no tuvieron incidencia, salvo en la semana laboral de 35 horas, mientras que en Alemania los socialdemócratas gobernaron con los verdes, que eran zurdos, pero terminaron haciendo unas reformas liberales (Agenda 2010) que desgarraron a la izquierda. En 2015, los socialistas portugueses se aliaron con los rojos sin invitarlos a formar parte del Gobierno, pero mantuvieron las reformas liberales de la derecha y añadieron otras.
Las conclusiones son tres. Primero: los «frentes populares» que han tenido algún éxito han sido aquellos que han significado la negación de sí mismos. Segundo: cuando han aplicado programas socialistas, los comunistas han abandonado el barco. Tercero: cuando han aplicado programas revolucionarios, los socialistas han fracasado y han tenido que dar un bandazo ideológico (además, han sucumbido electoralmente).
Las coaliciones de izquierda más antiguas se dieron en contextos muy distintos a los de la segunda posguerra. El «Bloc des gauches», en la Francia de inicios del siglo XX, naufragó en parte por la economía y porque unos querían democracia y otros, la revolución. La Conjunción Republicano-Socialista fracasó en sus dos versiones en España por la desunión y las rivalidades internas, porque los socialistas tenían dos almas, una reformista y otra revolucionaria, y porque los republicanos eran de izquierda, de derecha y todo lo contrario. Luego, a mediados de los 30, el Frente Popular francés de Léon Blum se acabó cuando los comunistas lo acusaron de no ser revolucionario; por su parte, el Frente Popular español, como es sabido, tenía casi tantas izquierdas afuera como adentro de la coalición y la minoría liberal fue desbordada por corrientes socialistas que despreciaban la democracia, para no hablar de los rojos que respondían servilmente a Moscú.
En la España de hoy, el problema catalán y la desaceleración económica harían impracticable siquiera por unos meses la aplicación de un programa que satisficiera a Podemos, lo que garantizaría una crisis en caso de que el PSOE pretendiera gobernar sin excesos delirantes. Y si los socialistas intentasen lo segundo, permitiendo a Podemos dictarles la pauta, la debacle económica sería inmediata, dado el nulo margen de irresponsabilidad (marcha atrás en la reforma laboral, aumento sofocante de impuestos) que tolera la menguada economía española. Por no hablar de la reacción de la derecha que provocaría en el país un avance de la causa independentista catalana con la bendición oficial del Gobierno. El PSOE estaría cavando su tumba. Todo lo cual sugiere que, en política, mezclar dos aceites a veces es más complicado que mezclar agua y aceite.