JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO – 15/06/14
· El síndrome plebiscitario no hace propuesta alguna razonable sobre lo que exigen someter a consulta. Tampoco le importa.
Los sistemas políticos democráticos que pueden exhibir una prolongada trayectoria de éxito tienen en común haber sido capaces de encontrar en cada tiempo histórico los equilibrios adecuados que les han puesto a cubierto de saltos revolucionarios tanto como de la desconexión de la realidad y el desuso de sus instituciones.
La buena artesanía constitucional es en gran medida eso, un trabajo de equilibrado de diversas piezas, de organización del dinamismo político de una sociedad, de ajuste de la lógica propia de los diversos poderes que tienen que concurrir en la organización de la convivencia y la garantía de las libertades.
Cuando esos equilibrios se han roto o cuando los diseños constitucionales han adolecido de desequilibrios como defecto de fabricación, las crisis han sido inevitables, peligrosas y a veces terminales. La crisis que de manera más evidente puso de manifiesto la ruptura de los equilibrios básicos en los sistemas democráticos fue la que sufrieron en el siglo pasado los regímenes parlamentarios europeos en el periodo de entreguerras. De esa crisis, marcada por un parlamentarismo polarizado y faccional dedicado a derribar gobiernos, surgió después de la II Guerra Mundial un nuevo derecho constitucional pensado para fortalecer la posición del Ejecutivo en aras de la estabilidad en una tendencia vigente hasta hoy.
Esos equilibrios dependen de la configuración de los poderes en la propia Constitución, de los términos de las relaciones entre ellos y de los procedimientos a través de los cuales la comunidad política decide y revisa las reglas de organización de su convivencia. Las diversas formas que pueden adoptar estos tres componentes determinan a su vez los diversos regímenes políticos en los que se materializa la democracia. Igualmente democráticos son el régimen presidencial de los Estados Unidos y cualquier parlamentarismo europeo, pero en su organización política y en su dinámica institucional tienen en común lo que un huevo a una castaña. Sin embargo, cuando estos sistemas funcionan es porque comparten el acierto de haber encontrado equilibrios duraderos y sólidos consensos de fondo en los que han actuado como factores decisivos de estabilidad y de adaptación.
Cuando el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en sus primeros años afirmó el carácter de norma jurídica de la Constitución, las condiciones y el procedimiento para su reforma eran ya una cuestión esencial en la teoría de los federalistas. Desde entonces la reforma de la Constitución no sólo ha sido una ocupación teórica sino un asunto de una extraordinaria trascendencia práctica. Por un lado, marca la frontera entre el poder constituyente y los poderes constituidos que es la frontera que siempre han querido borrar los extravíos plebiscitarios, esas patologías recurrentes que sufren las democracias representativas. Por otro, definen el equilibrio entre la protección de los contenidos y valores constitucionales y los impulsos de cambio. Finalmente, establecen los umbrales de consenso sin los cuales no es posible legitimar una modificación constitucional.
Este furor asambleario que parece haberse apoderado de la política española, siempre apoyado en cuestionables alusiones a lo que presuntamente piensa ‘la calle’ o ‘la gente’, exige que la forma de gobierno, el modelo de Estado, el derecho a la secesión sean sometidos a un expeditivo método de ‘consulta’. El síndrome plebiscitario no formula ningún juicio crítico solvente ni hace propuesta alguna razonable sobre lo que exigen someter a consulta. Tampoco le importa. Lo que pretenden estos autoproclamados abogados de la democracia directa es generar una reivindicación que al presentarse como democráticamente superior –«que nos pregunten»– busca deslegitimar la democracia representativa instalando el convencimiento de que «no nos representan».
No estamos ante impulsos regeneradores sino ante movimientos antisistema que vuelven a hipnotizar a una parte no pequeña de la izquierda. Y como la estabilidad del sistema político radica en sus equilibrios, la estrategia consiste en hacerlos saltar. Es el discurso de la antipolítica como instrumento privilegiado de agitación, chavismo destilado, populismo fraudulento, activismo inserto en los mecanismos de difusión de la sociedad del espectáculo.
Es sabido que la Constitución española no establece las llamadas cláusulas de intangibilidad que en otros países limita el alcance de cualquier eventual reforma. En Francia, no puede ser objeto de revisión la forma republicana de gobierno ni en Alemania el sistema federal. En España el equilibrio resultó, como casi siempre, de un compromiso: en principio todo se puede reformar pero, a cambio, quien quiera hacerlo ha de someterse a un procedimiento de revisión constituconal que, si hablamos de apelaciones democráticas, hay que recordar que exige elecciones generales y referéndum. La estrategia de agitación, naturalmente, no lo admite y busca el atajo –el populismo siempre es un mal atajo– de una consulta. Como en las asambleas de facultad, hay que votar si se vota. Pero en este caso una ‘consulta’ que de hecho sería vinculante para los órganos competentes en la revisión constitucional.
El procedimiento de modificación de la Constitución quedaría vacío de contenido y con ello, el equilibrio fundamental entre estabilidad y cambio. En realidad no quieren una reforma. Sueñan con un proceso constituyente de origen espúrio, de propósito esencialmente desestabilizador y con el cariz revolucionario que pueda permitir una sociedad europea desarrollada en el siglo XXI, que no es mucho. Pocas veces la supuesta novedad ha resultado tan vieja. Tan vieja como esa mitad de la izquierda en plena regresión hacia el antiparlamentarismo revenido de su peor pasado.
JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO – 15/06/14