MIQUEL ESCUDERO-EL CORREO

Cuando Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron asesinados por los ‘freikorps’, milicias de veteranos de la recién acabada Primera Guerra Mundial, el pensador alemán Hans-Georg Gadamer tenía 19 años. Pasado el tiempo, calificó de «horrendos» esos crímenes. Discípulo de Heidegger, Gadamer nunca se adhirió al nazismo ni al comunismo, los rechazó.

En su libro ‘Poema y diálogo’ habló del misterio de la palabra, del esfuerzo de buscar la expresión adecuada. Entregado a la labor de interpretar y comprender las entretelas de cualquier escrito, entendía que, más allá de la intención del autor, su sentido depende del contexto. Hay una fusión de horizontes y perspectivas, tanto del escritor como de los distintos lectores. Una fusión que sucede más allá de la escritura.

Rosa Luxemburgo había escrito con decencia y energía: «Libertad sólo para los que apoyan al Gobierno, sólo para los miembros de un partido -por muy numerosos que sean, no es en modo alguno libertad. Libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera distinta». Pienso en el desamparo que sufrió en su secuestro y asesinato, una experiencia común a muchas víctimas del terrorismo. De ningún modo es aceptable tomarse la libertad de asesinar o ser cómplice de criminales.

Gadamer fusionó su interés por los poemas de Stephan George con el que le suscitaba la personalidad de un autor que sostuvo su independencia, aunque le supusiera perder posición social. Nada más alcanzar el poder, los nazis le ofrecieron a George dinero y honores. Desestimó esos regalos envenenados y decidió abandonar Alemania de inmediato e irse a Suiza. Murió al poco, al acabar 1933.