Al incluir el deber de conocer el catalán en el Estatuto, se pretende legitimar y garantizar la continuidad de una política lingüística que incluye medidas como las cuotas de pantalla para las películas con director, guionista y autor de la banda sonora catalanes, o la existencia de las oficinas de denuncia de comportamientos lingüísticos incorrectos.
El nacionalismo permite hacer cosas que, sin la bula que concede, se considerarían de mala educación. A alguien que dice «yo y mi vecino» se le corrige: «El burro por delante para que no se espante». El nacionalismo autoriza el autoelogio y poner lo propio por delante. En los carteles para indicar a los forasteros la forma de llegar a la Feria de Muestras de Bilbao, la expresión en euskera (Erakustazoka) ha figurado siempre por encima de las correspondientes en castellano e inglés.
El partido entre el Barcelona y el Chelsea disputado el 7 de marzo en el Camp Nou fue seguido con pasión por millones de españoles. Muchos de ellos, entusiasmados por el juego del campeón de Liga, debieron sentir como un puñetazo en el estómago ver por televisión la gigantesca pancarta que les advertía de que Catalonia is not Spain. En inglés, como corresponde a un equipo tan cosmopolita, pero con un mensaje fácilmente entendible: «No te creas que por estar a favor de que gane el Barça eres de los nuestros; nosotros no somos españoles, como tú». Nadie discute el derecho de autoafirmación de los nacionalistas, pero proclamarlo de esa manera ¿no es una ofensa gratuita para mucha gente?
Hace ahora 90 años, Alfonso XIII llegaba a Barcelona, donde era recibido por el alcalde con un discurso en catalán. Miguel de Unamuno se lo reprochó argumentando que «el alcalde representa a los vecinos y no a los naturales, que aquellos pueden no ser catalanes ni saber catalán», [mientras que] «no hay vecino alguno en Barcelona que ignore el castellano». El reproche puede parecer excesivo, pero la distinción entre natural y vecino (es decir, ciudadano) tiene bastante fundamento. En el proyecto de nuevo Estatuto que votó el Parlamento catalán se establecía que «todas las personas en Cataluña tienen el derecho de utilizar y el derecho y el deber de conocer las dos lenguas oficiales». Se argumentó que con esa redacción se incluía entre los obligados a saber catalán a personas transitoriamente instaladas en la comunidad, lo que era excesivo. Y se pactó una nueva fórmula: «Todas las personas tienen el derecho de utilizar las dos lenguas oficiales, y los ciudadanos de Cataluña el deber de conocerlas».
La solución es discutible, porque hace explícito algo que con la anterior fórmula quedaba ambiguo: la relación entre ciudadanía y conocimiento del catalán. Cuando el problema está precisamente en la posibilidad de que esa identificación pueda un día (¿con un Gobierno nacionalista radical en la Generalitat?) ser esgrimida como argumento para condicionar el reconocimiento de los derechos políticos al dominio de la lengua. Así ha ocurrido recientemente en Letonia, donde los habitantes de origen ruso tienen que pasar un examen de lengua, historia y constitución nacional para ser reconocidos como ciudadanos de pleno derecho.
Se argumenta que lo que ahora se plasma en el Estatuto ya existe en la práctica. Pero eso también es problemático, porque lo que ha ocurrido es que desde la política se ha querido forzar la realidad bilingüe (reflejo de una sociedad en la que aproximadamente la mitad de la población tiene como lengua de uso habitual el castellano) con el fin de marginar al castellano en numerosos ámbitos públicos. Al incluir el deber de conocer el catalán en el Estatuto se pretende legitimar y garantizar la continuidad de una política lingüística que incluye medidas como las cuotas de pantalla para las películas con director, guionista y autor de la banda sonora catalanes, o la existencia de las oficinas de denuncia de comportamientos lingüísticos incorrectos.
Lo mismo ocurre con la definición de Cataluña como nación. El nacionalismo pretendía legitimar con ella sus pretensiones soberanistas, lo que ha obligado a los socialistas a plantarse. La solución encontrada es barroca y confusa, pero salva el principio de reconocimiento de una nación española de la que forma parte la nacionalidad catalana. No se entiende, por ello, el empeño de Rajoy, reiterado ayer en la sesión de control, por avalar, frente a la interpretación socialista de ese punto, la interesadamente triunfalista de Artur Mas. Si un día gobierna el PP, ese aval podría ser invocado por el nacionalismo para reclamar concesiones que haría derivar del reconocimiento por Rajoy de que, efectivamente, el Estatuto dice que Cataluña es una nación.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 16/3/2006