Tras una hipotética victoria nacionalista en las elecciones, el plan Ibarretxe podría convertirse en un obstáculo insalvable para que el mismo nacionalismo pudiera gestionar la victoria. El único cálculo que en este momento está haciéndose el nacionalismo es: primero, ganar, y luego, ya veremos. El pragmatismo llevado al límite.
La coalición nacionalista PNV-EA se ha marcado el objetivo de alcanzar, bien sea en solitario, bien sea con el apoyo de EB, la mayoría absoluta en el Parlamento que salga de las próximas elecciones autonómicas. Supuesta la más que probable ausencia de la izquierda abertzale como candidatura legal, tal objetivo no es en absoluto inalcanzable. Resulta, por tanto, pertinente preguntarse, ya desde ahora, cuál será la postura del nacionalismo a la hora de gestionar esa su ansiada victoria. Dos serían, en principio, las posibles respuestas.
A juzgar por las declaraciones que el lehendakari viene haciendo desde que presentó su plan en el Parlamento hace ahora más de dos años, podría deducirse que la postura del nacionalismo consistiría, primero, en hacer caso omiso del rotundo rechazo que el nuevo estatuto ha sufrido en el Congreso de los Diputados y en aplicar, después, al pie de la letra lo que el propio plan propone ante esa eventualidad, a saber, la consulta popular que lo ratifique o rechace. Se trataría, en este caso, de una postura de clara huida hacia adelante, adoptada con el propósito de que la confrontación entre la eventual legitimación popular y la vigente legalidad obligue al Estado a avenirse a aceptar lo que el propio Congreso de los Diputados rechazó el pasado día 1 de febrero. Ahora bien, como tal avenimiento no es probable que se produzca, nos esperaría una nueva legislatura en la que el papel que en ésta que ahora termina ha desempeñado la amenaza de la consulta popular lo desempeñaría otra nueva que no podría ser sino la amenaza de algún tipo de declaración de independencia. Se cumpliría, así, por fin, aquella advertencia que Arzalluz lanzó, cuando todavía era presidente de su partido, en el sentido de que el plan Ibarretxe era la última oportunidad que Euskadi estaba dispuesta a dar al Estado antes de declararse definitivamente independiente.
Cualquiera que conozca un poco el nacionalismo sabe, sin embargo, que la mera mención de la palabra ‘independencia’ produce en buena parte de su militancia, por no hablar de su electorado, una sensación de auténtico vértigo. Es, sin duda, por esta razón, así como por la concomitante de la inminencia de las elecciones, por la que sectores influyentes del nacionalismo han comenzado a matizar sutilmente sus declaraciones. A decir verdad, el actual presidente del EBB del PNV venía ya declarando, desde el mismo momento en que accedió a su cargo, que todo lo que tiene que ver con el plan Ibarretxe no es nada más que un proceso de acumulación de fuerzas -electorales, por supuesto- con el fin de forzar al Estado a una negociación ventajosa para los intereses del nacionalismo. Pero, ahora, incluso el propio lehendakari, que hasta hace muy poco sólo veía en su plan un instrumento que él ponía a disposición de los vascos para que éstos decidieran por sí solos su propio futuro, ha comenzado a acuñar la más matizada sentencia -de resonancias, por cierto, más fueristas que nacionalistas- según la cual su plan no defiende sólo «el derecho a decidir», sino que propugna también «la obligación de pactar». De hecho, el mismo día después del abrumador fracaso que cosechó en el Congreso de los Diputados, con ocasión de la rueda de prensa en que anunció la convocatoria de elecciones para el día 17 del próximo abril, Ibarretxe dejó en un claro segundo plano la defensa de su plan y se extendió, a cambio, en un encendido alegato en favor de la negociación. Según él -y la expresión está siendo ya repetida día tras día como para poder considerarla una especie de eslogan electoral-, las próximas elecciones deberán reflejar «el clamor del pueblo vasco en pro de la negociación». Así, pues, en esta segunda acepción, la victoria electoral por mayoría absoluta no sería utilizada por el nacionalismo para llevar unilateralmente la aplicación del plan Ibarretxe hasta sus últimas consecuencias, sino sólo para hacer de ella un instrumento que fuerce la negociación con el Estado, bien sobre este plan, bien incluso, en el mejor de los casos, sobre cualquier otro que pudiera presentarse.
Esta segunda postura parece, a primera vista, razonable. El problema surge, sin embargo, cuando comienza a desmenuzarse el concepto de negociación. Y es que, a tenor, una vez más, de las declaraciones de los diversos líderes del nacionalismo, no dejan de percibirse diferencias notables entre ellos en la interpretación del mencionado concepto. La que hasta ahora ha mantenido el lehendakari ha sido, por ejemplo, tan poco flexible que las negociaciones que él dice haber entablado con los diversos agentes políticos y sociales no han arrojado ningún fruto en términos de acuerdo. Ni siquiera EB, uno de sus socios de gobierno, logró introducir, mediante negociación, el más mínimo cambio sustancial en la propuesta original del lehendakari, y se vio obligado, en consecuencia, a disimular su desacuerdo con un rocambolesco voto de apoyo que se refería, no a los contenidos del plan, sino simplemente a su tramitación. La razón de tal esterilidad no es otra que la disposición del lehendakari a negociar del plan todo menos aquello que al plan le es más sustancial. En efecto, sus aspectos específicamente nacionalistas y soberanistas quedan siempre puestos a resguardo de cualquier negociación.
Otra idea bien distinta de negociación es, en cambio, la que insinúa el actual presidente del EBB del PNV. Por de pronto, tan incómodo parece sentirse este líder nacionalista con la literalidad del plan Ibarretxe que hasta ha decidido negarle su, por otra parte, innegable carácter soberanista. Sus repetidas declaraciones al respecto dan así a entender que, por lo que a él respecta, tal sería su deseo de negociar el plan que nada le importaría quitarle, ya de entrada, lo que a todas luces lo hace innegociable. En tal sentido, y de acuerdo con el presidente jeltzale, la victoria electoral no sería para el nacionalismo la línea de salida de una huida hacia delante, es decir, hacia otras metas aún más soberanistas, sino simplemente una plataforma inmejorable desde la que negociar, a partir del plan Ibarretxe, una reinterpretación radical del autogobierno vasco en términos razonables. No es ésta, creo yo, una lectura arbitraria de las intenciones del líder nacionalista, sino que se basa en sus propias declaraciones. Así, lo que para todos los demás -incluidos amigos y enemigos- es en el plan soberanismo puro y duro no es para el presidente del EBB del PNV sino un modo fuerte de expresar el carácter necesariamente pactado y bilateral que debe siempre regir en las relaciones entre Euskadi y el Estado. Él mismo lo ha expresado con una metáfora muy significativa: el soberanismo del plan Ibarretxe ha de reducirse a la reivindicación de que las relaciones que se establezcan en el nuevo pacto estatutario sean «como un cofre de doble llave», es decir, que no puedan ser modificadas unilateralmente, sino sólo mediante el acuerdo de ambas partes. El soberanismo del plan no sería, según esto, sino la exigencia de que el futuro pacto estatutario entre Euskadi y el Estado quede de tal modo blindado que, a diferencia de lo que el nacionalismo afirma que ha ocurrido con el Estatuto de Gernika, el proceso de su desarrollo sea tan bilateral como el de su propia elaboración.
Ahora bien, vista esta enorme discrepancia de criterios que se constata entre quienes estarían llamados a gestionar una hipotética victoria electoral, uno tiende a pensar que las diversas tendencias del nacionalismo van a acabar neutralizándose de tal manera unas a otras que el resultado más probable de su confrontación interna será el de la más absoluta inmovilidad. Así, quienes se han tomado en serio los postulados más soberanistas del plan no permitirán que la eventual victoria en las elecciones sirva para que los pactistas inicien una negociación que, para concluir en acuerdo, tendría que ser necesariamente a la baja y, a su vez, quienes defienden la necesidad de una salida negociada entre nacionalistas y no nacionalistas se resistirán a que los soberanistas utilicen la misma victoria en términos de una huida hacia adelante que, para ellos, conduciría al abismo. En este sentido, podría darse la paradoja de que el plan Ibarretxe, que habría servido para que el nacionalismo ganara las elecciones incluso por mayoría absoluta, se convertiría, después de ganadas éstas, en un obstáculo insalvable para que el mismo nacionalismo pudiera gestionar la victoria.
No es de excluir, por tanto, que la pregunta con que se ha iniciado este artículo y que, en un principio, tenía todos los visos de ser pertinente, a saber, qué planes tiene el nacionalismo para gestionar su eventual victoria electoral, sea una pregunta que, dadas las contradicciones que suscita, no haya entrado para nada, a día de hoy, en las disquisiciones de los nacionalistas. Por extraño que parezca, el único cálculo que en este momento está haciéndose el nacionalismo es, poco más o menos, el siguiente: primero, ganar y, luego, ya veremos. El pragmatismo llevado al límite.
José Luis Zubizarreta, EL DIARIO VASCO, 20/2/2005