IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La autocomplacencia de este Zapatero lírico olvida que su mandato sobrevino por un dramático, macabro guiño del destino

Convertido en punta de lanza de la errática campaña socialista, Zapatero se ha puesto lírico. Primero con la viral disquisición metafísica sobre el infinito, cuya autenticidad ha tenido que verificar el periodismo porque parecía un montaje de inteligencia (?) artificial urdido por sus enemigos, y ahora con las sorpresas que la vida acostumbra a poner en nuestro camino. El encanto de un paisaje recién descubierto, de una pareja encontrada por azar, de un poema nunca antes leído. Todo muy bonito. «No hay nada como ganar por sorpresa», ha añadido evocando su propia experiencia para sembrar esperanza en su partido frente a la atmósfera de pesimismo ante la presentida derrota del domingo. Sólo que la suya, la sorpresa de su victoria en 2004, no rememora dulces instantes sobrevenidos gracias a un guiño mágico del destino sino algo muy distinto: un atentado con doscientos muertos y más de mil ochocientos heridos. Y para vanagloriarse de haber llegado al poder tras una tragedia de esa magnitud hace falta ser muy torpe o muy cínico. Por respeto a las víctimas y por una elemental deferencia consigo mismo, lo mejor que podría hacer al respecto es disimular, quedarse calladito, contar nubes desde su atalaya de falso idealismo y dejar que caiga sobre aquellos días de sangre, rabia y luto un manto de olvido. En su propio beneficio.

Felipe González sí ganó por sorpresa en 1993, cuando todo el mundo lo daba por amortizado. Y al perder por la mínima tres años después, no se le ocurrió montar un Gobierno Frankenstein para prolongar su mandato pese a que entonces el nacionalismo aún no se había echado al monte de la ruptura con el Estado. Dejó una Administración corrupta y un país en crisis pero moderno y bien estructurado. ZP también tuvo que salir a gorrazos, pero legando a Rubalcaba un partido en ruinas y a Rajoy un conflicto territorial innecesario y una economía en pleno descalabro. Tan imprevisto resultó su éxito como cantado su fracaso.

Sánchez es otro aventurero que blasona de sobreponerse a contextos desfavorables y de triunfar a contramano. Y previsiblemente acabará igual, víctima de una oleada de fobia y descontento y dejando tras de sí una herencia de estragos, abusos de poder, pactos espurios, incompetencia y engaños. Por eso es lógico, aunque de una lógica aciaga, que haya recurrido a la desesperada a un antecesor al que hasta hace bien poco detestaba: ambos encarnan el proceso de transformación de la socialdemocracia en un proyecto populista de desconstitucionalización camuflada, en un desmantelamiento de la Transición que reniega de sus pautas básicas para enfrentar a los españoles en la vieja dialéctica de las trincheras sectarias. Zapaterismo y sanchismo representan disrupciones históricas unidas por un hilo de aprovechamiento desaprensivo de las circunstancias… y por la indefectible ley de que lo que mal empieza, mal acaba.