Miguel Ángel Quintanilla-El Mundo
El autor lamenta que los constitucionalistas imitaran a los secesionistas el 21-O, preocupándose tan solo por los votos y la obtención del poder. Recuerda que lo esencial era y es garantizar la libertad y la convivencia.
«EL ÉXITOde la Constitución de 1978 es no ser la expresión de la hegemonía de una mayoría circunstancialmente dominante». La frase es importante. La pronunció Gabriel Cisneros, ponente constitucional, con motivo del 20º aniversario de la Carta Magna, en diciembre de 1998. Encierra una clave política esencial para España, que, sin embargo, el constitucionalismo activado políticamente a raíz del golpe secesionista en Cataluña no ha situado en el centro de su propuesta electoral.
El secesionismo es anticonstitucional por muchas razones, pero sobre todo porque entiende que una mayoría circunstancialmente dominante puede alterar radicalmente y unilateralmente el marco jurídico dentro del cual esa mayoría se produce: quien gana dicta las reglas de la siguiente partida. La última. Lo que significa que el juego, como tal, no existe, sino que muta para adaptarse a lo que prefiere cada mayoría, o al acuerdo del día que puedan alcanzar los partidos que dicen serlo.
Por lo que fuere, tacticismo o estrategia, por cálculo o por desistimiento, el constitucionalismo ha planteado las elecciones en Cataluña en los mismos términos que el secesionismo, tratando de jugar según sus reglas de hoy y de ganarle la partida en su terreno de ahora, dispuesta a alcanzar el Gobierno «para cambiar las cosas» y fiando a ese éxito su propio destino. Como el secesionismo, se ha fijado en la parte de la democracia que tiene que ver con votar y obtener poder, que sin embargo no es toda la democracia ni lo más importante de ella.
Es cierto que hay mucho que cambiar en Cataluña, pero ese cambio no podrá producirlo una mayoría coyuntural, ni llegará por la parte de la democracia que tiene que ver con el poder. Incluso si el constitucionalismo hubiera ganado esa partida, la de formar Gobierno en Cataluña, haberla ganado en el terreno del secesionismo habría sido una victoria de medio y largo plazo para éste. Como ocurrió en el País Vasco. Eso es lo que hay que cambiar.
La norma constitucional que invocaba Cisneros se fija en la parte de la democracia que no tiene que ver con el poder sino con la libertad, que es la más importante. Porque la cuestión en Cataluña no era –ni es– si algún día los constitucionalistas ganarán allí el Gobierno, ni si lo harán ampliamente y por muchos años. La cuestión es cómo es su vida cuando pierden o cuando no forman Gobierno. Cuánta libertad tienen cuando no tienen el poder, no cuánto poder necesitan para asegurar su libertad. Y esta cuestión, la verdadera cuestión catalana, por razones obvias debe ser respondida desde fuera de Cataluña, como expresión de un compromiso de defensa de los perdedores o de la oposición por parte del Gobierno de España, y –luego, no antes– de la Unión Europea.
La democracia liberal, la que sostiene doctrinalmente a nuestra Constitución y al conjunto del proyecto europeo, no establece sólo la vía legítima de acceso al poder del ganador, sino algo mucho más importante que eso, el estatuto jurídico del perdedor. Entiéndase bien la provocación: lo más útil que puede hacer el constitucionalismo hoy en Cataluña es ser un buen perdedor aunque no lo haya sido y puesto que no va a gobernar; es decir, un perdedor que instituya y defienda irrevocablemente todos y cada uno de sus derechos, y que empuje para hacer del Gobierno de España un protector suyo, atento, fiable, ágil e inteligente en el cumplimiento de sus obligaciones. Eso es lo que cambiará Cataluña, no iniciar enloquecidamente la carrera hacia las próximas elecciones, de nuevo en el terreno secesionista.
El constitucionalismo parece haberse olvidado de que ésa es la clave de la Constitución que quiere defender, de que ahí es donde pudo asentarse el proceso de reconciliación nacional –desenterrar españoles donde se enterraron republicanos o nacionales–, el pluralismo, la alternancia, el modelo territorial, el progreso económico, la vida civil, la entrada en la UE. La concordia es un acuerdo sobre el estatuto del perdedor. Toda la construcción europea lo es. La potencia pacificadora y civilizadora de la Constitución de 1978 reside 1.) en lo que prohíbe y manda al que gana, y 2.) en lo que permite y garantiza al que pierde. Y-no-al-revés. No se puede impulsar una agenda constitucionalista invirtiendo esa relación, transfiriendo al buen poder lo que nunca debe estar en manos del poder, ni bueno ni malo.
A mi juicio, la agenda constitucionalista en Cataluña debería ser esa no sólo por principio constitucional, que es lo esencial, sino porque su rendimiento político práctico, incluso electoral, será superior a todo lo demás. Hablar como constitucionalistas de 1978 –una fecha que se parece en lo formal a 1789, cierto, pero cuyo significado político real es más bien el opuesto de ésta; y animo a algunos buenos amigos que hoy están de enhorabuena a darle una vuelta al asunto antes de que sea demasiado tarde– significa hablar más de libertad y menos de poder. Es decir, confiar menos en el poder y más en la libertad como palanca del cambio social. Esto va a ser especialmente práctico a medida que se perciban las limitaciones de un Estado y de una Comunidad asfixiantemente endeudados.
El que corresponde a un constitucionalismo de 1978 consciente, es un enfoque más liberal; y un liberalismo más prudente, más conservador y menos radical, aunque se trate de radicalidad ilustrada, o precisamente por ello; más cívico y menos político, más centrado en la restitución de espacios para el ejercicio de la ciudadanía y menos en la utilización del mismo poder y de la misma cantidad de poder que usan los secesionistas, aunque sea para hacer otras cosas aparentemente mejores.
Proponiendo una agenda sustitutiva del secesionismo pero según las reglas del secesionismo, cargada de promesas, posibilidades infinitas y lucecitas de colores para el que gana, y llena de angustias e incertidumbres para el que pierde, la movilización y la compactación del secesionismo o de cualquiera que pueda llegar a tener la impresión de que su día a día puede verse arrollado por la victoria de otros, puede darse por descontada. Y la petrificación de espacios electorales, también.
ES A TRAVÉS de este constitucionalismo auténtico –el de la libertad, no el del poder– como puede ampliarse el espacio constitucionalista en Cataluña. Será por la libertad y no por el poder como se derrotará al secesionismo y se restaurará la convivencia en Cataluña. Y eso es lo que se debe garantizar mediante la aplicación de cualquier instrumento destinado a mantener en vigor la Constitución, incluido, por supuesto, el 155; o, incluso antes, el mandato genérico y supraconstitucional, nacional en sentido fuerte, de guardar y hacer guardar la Constitución, de la que el 155 forma parte. Acompañado de una adecuada defensa de la libertad de todos, no del poder de los unos sobre los otros.
El secesionismo, por lo que supone de degeneración moral, política y económica, y por ser incompatible con la continuidad histórica de la nación española, ha de encontrarse siempre con un muro infranqueable sostenido por la política y por la ley. Pero es en la libertad donde nos reencontramos los españoles en 1978. Es a nuestra libertad a la que sirven nuestras instituciones.
Al poner de nuevo en el centro del constitucionalismo de 1978 la libertad y no el poder, podremos restablecer, con su alcance prescriptivo fortalecido, el sólido principio de organización territorial que puede formularse así, y que no es sino una de las aplicaciones del principio civilizador de la democracia liberal: «Obligatoriamente, tanta unión como sea necesaria para asegurar la libertad y los derechos de todos y cada uno; optativamente, tanta diferencia como sea posible sin que se ponga en riesgo lo anterior». El constitucionalismo, igual que el europeísmo, no necesita combatir el amor a lo identitario, que juega un papel cohesivo esencial en cualquier sociedad madura y con historia, sino asegurar que ese amor no se utiliza para la confrontación o para la privación de derechos. Los españoles no han colgado de sus balcones su factura de internet, ni la Guía Michelin, ni el retrato de Steve Jobs o un mapamundi. Ni su tarjeta censal. Han colgado la bandera de España. Una manifestación de amor a una identidad con historia y demarcaciones, y cuyo centro es la libertad. Españoles arraigados. Españoles expectantes.
Miguel Ángel Quintanilla es director académico del Instituto Atlántico de Gobierno.