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  • EE.UU. ha querido planificar una sociedad milenaria y hasta la democracia en un uso degradado de la palabra libertad

En el excelente y larguísimo documental ‘La Guerra de Vietnam’ (PBS) se cuenta una leyenda que merece ser real: en 1967, las autoridades americanas fueron al superordenador que estaba en el sótano del Pentágono y le introdujeron todos los datos conocidos sobre Vietnam: número de aviones, de barcos, de munición, de soldados, de bajas… Metieron la tarjeta perforada con una pregunta: ¿Ganaremos la guerra? Era viernes, dejaron el superordenador trabajando el fin de semana y al volver el lunes encontraron una tarjeta en la bandeja de salida: «Ganasteis en 1965».

La broma retrataba el desconcierto americano y también el conflicto entre la racionalidad empresarial y la lógica militar. El secretario de Defensa, Robert McNamara, era un hombre de empresa, había estado en la Ford, y desarrolló métodos cuantitativos para saber si estaba ganando o perdiendo la guerra.

Lo de Afganistán se parece, pero más allá de las semejanzas sobre instrumentos de medición, la retirada de Kabul refleja el fracaso de algo superior, de una entera racionalidad tecnocrática desarrollada por EE.UU. desde la Segunda Guerra Mundial y extendida desde el Pentágono hasta el último periodista. Su fracaso es general, completo: el de tantas voces explicativas del mundo que ahora se contradicen, o solo balbucean, y el del propio gobierno, por supuesto, incapaz de rematar sus invasiones con situaciones de estabilidad vagamente democrática.

Es paradójico que el país del anticomunismo visceral, tan contrario en la posguerra a los intentos de planificación económica, haya acabado haciendo precisamente eso, aunque ciertamente a otra escala. EE.UU. ha desarrollado formas de planificación y experimentación por medio planeta. Ha querido planificar una sociedad milenaria, sus sistemas institucionales y hasta la democracia (sin demos) en un uso perverso y degradado de la palabra libertad. En la modelización científico-técnica hay una simplificación del mundo y una forma de ideología, y el fracaso de esta casta gerencial llega justo después del desconcierto experto ante el Covid.

El debido cinismo sugiere la sospecha de que este intervencionismo de humanitarismo instrumental quizás solo haya sido la envoltura ideológica que necesitaba el complejo industrial-militar, realidad certificada por Eisenhower y Trump; sea como fuere, acabó por generar un inmenso cuerpo de burócratas, estadistas y analistas que fracasaban a la vez que consolidaban su marco ideológico.

Esta tecnocracia se resiente ante formas de realidad. En casa, las veces (dos) que EE.UU. votó contra eso, y en lugares como Afganistán, donde un esquema institucional de gobernanza inclusiva validado por la racionalidad académica se enfrentaba a la elementalidad de los talibanes. Tecnocracia frente a teocracia. La primera necesita constante apoyo presupuestario y un sistema de incentivos poco claro; la segunda, que salga el sol.