Gánsteres de esmoquin

ABC 25/06/14
DAVID GISTAU

· Después de Miguel Ángel Blanco apenas quedaba en España izquierda capaz de sostener esta idea que era una distorsión antifranquista

LA escena recreada por Pablo Iglesias en el Ritz, donde él mismo se veía irrumpiendo con militares para capturar portadoras de visón, trae el recuerdo de las selectas fiestas de Año Nuevo dispersadas por la entrada en La Habana del ejército de Sierra Maestra. Es de suponer que, en este otro acto de higiene social, a los vampiros centenarios del IBEX, que en la nueva jerga populista son los que mantienen cautiva la democracia como un poder ejecutivo clandestino, les habría correspondido el papel de los gánsteres de Luciano expulsados al mar con el esmoquin todavía puesto.

Con todo, la fantasía revolucionaria del Ritz no es de obligado cumplimiento. Para Pablo Iglesias fue poco menos que un recurso para cultivar su propio personaje en un escenario que lo hacía jugar de visitante y, por añadidura, para «épater les bourgeois», pues no otra cosa esperaban esos asistentes en los que Ruiz-Quintano ha visto una semejanza con la izquierda rococó de Manhattan que organizó una recepción para los Panteras Negras en el ático de Leonard Bernstein. La avería estética para el personaje le sobrevino a Pablo Iglesias cuando elementos de seguridad de la casta le sacaron de encima a un agitador en vez de dejarlo en la misma indefensión sufrida por todos los conferenciantes contra los que él organizó escraches en la Universidad, cuando aún no le parecía prioritario consentir al otro exponer sus argumentos.

Astuto como lo es, Pablo Iglesias está inmerso en un proceso mimético de integración en las reglas del sistema del cual da buena prueba que haya empezado a establecer sus comparaciones apoyándose, no tanto en seres providenciales de la mitología revolucionaria de Iberoamérica, sino en Finlandia. ¿A quién puede asustar un paradigma escandinavo? Al cuidar el lenguaje, al evitar los ejemplos demasiado abruptos, o al menos al convertirlos en simples chistes introductorios de una conferencia, Pablo Iglesias se arriesga a decepcionar a la parte más iracunda de su electorado, la que probablemente no lo quiera institucionalizado. Pero demuestra inteligencia, porque ello le da recorrido político en vez de quedarse confinado en una excrecencia radical. Y, por añadidura, le permite seguir manejando en monopolio la encarnación de la pureza regeneradora con la que ha establecido sobre la izquierda institucional la misma presunción de superioridad moral que la izquierda institucional construyó antaño contra la derecha democrática. Este es un robo identitario que tiene al PSOE desconcertado.

Más allá del show del camarero, prolongado en las televisiones como era menester, lo que de verdad destapó a este Pablo Iglesias que cuida las palabras fue la referencia a ETA. El eximente político del asesinato. La justificación del muerto, cuya tragedia es diluida en una concepción del daño colateral que da sentido al crimen. Esa visión –esta vez sí típicamente iberoamericana– del etarra como vecino cultural del Che, de los presos que acaban siéndolo de conciencia, del criminal obligado por un contexto político a infligir un daño que más le duele a él. Después de Miguel Ángel Blanco apenas quedaba en España izquierda capaz de sostener esta idea que era una distorsión antifranquista. Pero es que Pablo Iglesias, cuando aún no cuidaba las palabras, llegó a decir que la ETA fue la primera izquierda con lucidez para comprender que a esta democracia había que combatirla porque no era sino franquismo camuflado en un falso cambio lampedusiano. Y esto sí es una aberración.