Lo importante para quienes buscan poner fin a la carrera judicial de Garzón no es el debate jurídico en si mismo, sino un ajuste de cuentas largo tiempo deseado. Como en tantas otras ocasiones, los radicalismos coinciden, desde la derecha del PP -¿sólo la derecha?- a Batasuna. De paso queda blindada la imagen histórica del 18 de julio. Todo un logro.
Dentro del ordenamiento constitucional español, la Justicia es sin duda lo que más problemas está suscitando. Por un lado, se hace preciso defender al judicial de las presiones anticonstitucionales de determinadas fuerzas políticas, con la consiguiente voluntad de deslegitimación. Por otro, sus instituciones claves presentan graves deficiencias en su actuación. Sólo hay que recordar la historia interminable de la renovación del Consejo del Poder Judicial, su funcionamiento acorde con las divisorias políticas, o algunas sentencias del Tribunal Constitucional, como la que suprimió la calificación de delito para el negacionismo en relación al Holocausto o el retraso en revolver los recursos planteados frente al Estatut. Y no hablemos de unos juzgados en irremediable situación de obsolescencia y desbordamiento. Las soluciones pasan, en este último aspecto, por una fuerte dotación de recursos, y en los precedentes por una hoy imposible reforma legal que elimine el peso de la política y devuelva al Poder judicial su autonomía. Sólo que llegados a este punto tropezamos con un obstáculo adicional: los residuos del pasado en la mentalidad de muchos jueces, tanto en cuanto a la inclinación a ser los ‘leones bajo el Trono’ de que hablaba el rey absolutista Jacobo I de Inglaterra, como en la persistencia de ideas abiertamente reaccionarias, producto de su formación en las postrimerías del franquismo.
Baltasar Garzón ha sido víctima de ambas cosas al intentar algo tan cargado de justicia como era una condena irreversible del franquismo en cuanto régimen ilegítimo y criminal. Igual que sucede en el caso del Holocausto, la calificación jurídica no es algo simplemente arqueológico. Si la negación del genocidio antisemita se mantuviera, ningún grupo de extrema derecha, ningún escrito seudohistórico, ningún libro de texto, podría minimizar el alcance de la destrucción del hombre llevada a cabo a costa del pueblo judío (y de otros colectivos) por la Alemania nazi. Otro tanto sucede para España, en especial cuando, como se ha visto al ser conocido el auto de Garzón, muchos sectores sociales y políticos en apariencia sólo conservadores, bajo la máscara del PP, mantienen implícitamente sin romper el cordón umbilical con el régimen de Franco y su función histórica. Fue una reacción histérica, cuyo vehículo eficaz fue la asociación ultra Manos Limpias, sorprendentemente avalada por la imputación al juez por prevaricación ahora en curso en el Tribunal Supremo. En Francia fue el presidente conservador Jacques Chirac, después del tiempo de ambigüedad marcado por las implicaciones pasadas de Mitterrand, quien puso las cosas en su sitio: la democracia no puede olvidar ni perdonar los crímenes de lesa humanidad. Aquí la derecha tristemente asumió salvo contadas excepciones su condición de heredera del franquismo en cuanto sistema de hegemonía de clase. Y el PSOE, satisfecho con la declaración de principios de la Ley de la Memoria Histórica, prefirió que su ámbito de influencia en el vértice judicial procediera a frenar la iniciativa de Garzón. Si es cierto que los protagonistas son ahora Manos Limpias y el Supremo, no cabe olvidar que el punto de partida y los argumentos para la imputación proceden del dictamen redactado por el fiscal Zaragoza.
El procedimiento para hacer realidad el título del viejo filme ‘Los asesinos acusan’, fue simplemente proceder a colocar la carreta delante de los bueyes. Desde el juicio de Nüremberg, los procedimientos judiciales contra los crímenes del nazismo y sus colaboradores tuvieron que arrostrar la dificultad de enjuiciar delitos insólitos, sin antecedentes judiciales, ya que nadie piensa que un Estado puede proceder a la eliminación sistemática de millones de componentes de un colectivo. De ahí la entrada en juego del concepto de genocidio, que preside las condenas de los tribunales encargados de juzgar los crímenes nazis, a pesar de que no figurara en los textos de las mismas. Aun después de su sanción por las Naciones Unidas, sigue empleándose el sucedáneo de ‘crimen contra la humanidad’, más amplio y menos preciso. Pero lo esencial es partir de que la puesta en práctica de ‘la solución final’, el gran terror estaliniano o de los jemeres rojos, las matanzas sistemáticas de Ruanda o de Indonesia 1965, la ‘operación quirúrgica’ contra la izquierda anunciada por Franco desde noviembre de 1935 y luego puesta en práctica por él, Mola, Queipo, y demás espadones sanguinarios, no deben quedar impunes. Otra cosa es que por unas u otras circunstancias sean frágiles los instrumentos jurídicos para alcanzar esa justa condena. Pero el intento en si mismo nunca puede ser calificado de prevaricación, que según el artículo 446 del Código Penal consiste en la acción de un juez o magistrado quien «a sabiendas dictare sentencia o resolución injusta».
Sin duda, el auto de Garzón presentaba puntos débiles, en un terreno de suyo resbaladizo. Uno de importancia es la fijación como límite cronológico de los años cincuenta, cuando el genocidio en que consistió la guerra franquista alcanza por lo menos a la condena de Julián Grimau en 1963, asesinado judicialmente, no por su condición de dirigente comunista en la clandestinidad, sino por hechos de la Guerra Civil. Y con ello se hubiera disipado la objeción de que todos los posibles acusados estaban ya muertos hoy. Es bien sólida, en cambio, la base construida para demostrar que el llamado alzamiento consistió desde sus inicios, no en un simple golpe militar, sino en la puesta en práctica de un crimen contra la humanidad previamente diseñado, con lo cual cae el obstáculo de la prescripción. En contra de lo argumentado por el fiscal Zaragoza, quienes se levantaron no eran entonces jefes de Estado, ni ministros que debieran ser juzgados por el Supremo. Garzón precisaba la importancia de la cláusula de la rebelión contra el poder legal constituido, pero no por ese hecho en sí, sino por el contenido de crimen de masas que acompañó a la insurrección. En cuanto al problema de la territorialidad, la fragmentación espacial de los actos criminales no excluye que los mismos respondieran a una iniciativa en modo alguno local, sino enmarcada en una acción cuyo ámbito reflejó muy bien la pretensión de los alzados de haber realizado un ‘Movimiento Nacional’. No era una revolución juntista a lo 1808, ni siquiera la yuxtaposición de cuartelazos y golpe político-militar del 23-F. Además las matanzas tuvieron lugar asimismo en buques españoles, imposibles de adscribir a un solo lugar.
En todo caso, lo importante para quienes buscan poner fin a la carrera judicial de Baltasar Garzón no es el debate jurídico en si mismo, sino un ajuste de cuentas largo tiempo deseado. Como en tantas otras ocasiones, los radicalismos coinciden, desde la derecha del PP -¿sólo la derecha?- a Batasuna. De paso queda blindada la imagen histórica del 18 de julio. Todo un logro.
Antonio Elorza, EL DIARIO VASCO, 11/9/2009