Garzón se dio por enterado ayer de que Franco ha muerto, judicialmente hablando, y abandona la instrucción de la causa, quizá para evitar daños mayores. Era un final previsible. Las tantas víctimas no sabían nada de juzgados competentes, ni de prescripciones legales: sólo querían los restos de sus familiares. El juez nunca debió alentar ilusiones cuya satisfacción no le correspondía.
Mañana, a las 10.00 horas, se cumplirán 33 años exactos de una comparecencia, la del entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, que con aire muy mohíno dijo: «Españoles, Franco ha muerto». El anuncio se produjo en TVE, que tal como dijo entonces Perich, era «la mejor televisión de España», lo cual quiere decir que la noticia tuvo una expansión extraordinaria en términos de share. Cien de cada 100 españoles que en aquellos momentos veían la televisión tuvieron ocasión de enterarse.
Luego se dispuso una capilla ardiente de tres días, durante los cuales el cadáver del dictador fue expuesto en El Pardo para que le rindieran su último tributo los españoles partidarios, que por entonces parecían muchísimos. Dos millones de ciudadanos guardaron cola durante horas para ver sus restos. ¿Es posible que hubiera tantos franquistas en España? Probablemente, no. Seguramente muchos de los colaguardantes querían cerciorarse por sí mismos de la veracidad de la noticia.
El español es un pueblo muy desconfiado. Cuando en 1902 tuvo lugar el crimen de Don Benito, acababan de ser proscritas las ejecuciones públicas, lo que llevó a que los asesinos de la joven Inés Calderón, un cacique local llamado Carlos García de Paredes y su secuaz, Ramón Castejón, fueran agarrotados en el patio de la cárcel de la localidad pacense. El pueblo llano, temeroso de que la ejecución fuera un simulacro, exigió ver los cadáveres, que fueron expuestos a la vista del respetable. Unos pocos curiosos, más desconfiados que la media, pincharon con leznas y alfileres sus cuerpos yertos, con el fin de cerciorarse de los hechos.
El mejor notario, el pueblo. O sea, que Franco había muerto y esto era vox populi. Quizá Garzón quiso dejar bien sentada la verdad judicial sobre aquel hecho en su auto del 16 de octubre en el que se declaraba competente, y no quiso arriesgarse a basar la acción de la Justicia sobre habladurías más o menos extendidas. La figura de Franco era importante para el caso por ser inspirador de genocidio, delito que traspasa las barreras de la prescripción y la amnistía. Lástima que haya abandonado después de poner tanto rigor en ello, de dar por sentada la voluntad de exterminio en parte de una entrevista que Franco concedió, en julio de 1936, a un corresponsal de fábula que el Chicago Daily Tribune tenía en España, llamado Jay Allen. El juez pudo pedir una copia debidamente compulsada del diario citado o de The London News Chronicle, donde publicó una versión levemente diferente. Arcadi Espada dejó constancia en estas páginas de la equivocidad de una versión que el juez compone con dos fuentes distintas, ambas indirectas, en plan patchwork. La traducción «giró la cabeza, sonrió y, mirándome firmemente, dijo: ‘He dicho que al precio que sea’», aparte de retratar a Franco como a la niña del exorcista, es difícilmente compatible con la respuesta que, en la misma entrevista, da el entrevistado sobre qué pasaría con los dirigentes de la República: «Nada. Que tendrán que ponerse a trabajar». El periodista debería haberle dicho: «Los muertos que vos matáis no sólo gozan de buena salud, sino que no podrán cogerse baja por defunción y/o enfermedad».
Garzón se dio por enterado ayer de que Franco ha muerto, judicialmente hablando, y abandona la instrucción de la causa, quizá para evitar daños mayores. Era un final previsible. Lástima de tantas víctimas que han sacado la cabeza caliente de esta aventura. Ellos no sabían nada de juzgados competentes, ni de prescripciones legales: sólo querían los restos de sus familiares. Garzón nunca debió alentar ilusiones cuya satisfacción no le correspondía.
Santiago González, EL MUNDO, 19/11/2008