Javier Solana-El País
El presupuesto militar de la UE solo se ve superado por el de Estados Unidos y es casi cuatro veces superior al de Rusia. Lo que importa es en qué capacidades se invierten los recursos y el grado de implicación en misiones conjuntas de la OTAN
Más que encuentros, el presidente estadounidense Donald Trump y sus socios europeos están protagonizando una larga lista de desencuentros. La cumbre anual de la OTAN celebrada en Bruselas hace unos días tenía todos los visos de engrosar dicha lista. Recordemos que, en la cumbre del año pasado, Trump renunció a apoyar la piedra angular de la Alianza Atlántica: el principio de defensa colectiva consagrado en el artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte. Por si los precedentes —incluyendo el reciente descarrilamiento del G7— no fuesen suficientemente desalentadores, la reunión que iba a mantener posteriormente Trump con el presidente ruso, Vladímir Putin, añadía el enésimo elemento de tensión.
Las fricciones no tardaron en hacer acto de presencia, en gran parte como producto de las desmesuradas exigencias de Trump. El presidente estadounidense no solo insistió en su demanda de que todos los miembros de la OTAN dediquen inmediatamente un mínimo del 2% de su PIB a la defensa, sino que sugirió que este gasto debería terminar llegando al 4%. Sobra decir que esta última propuesta es totalmente inviable, tanto por los sacrificios presupuestarios que deberían hacer todos los países como por la alteración que provocaría en los equilibrios militares del continente europeo. En un hipotético escenario del 4%, se puede estimar que el presupuesto militar alemán sería, aproximadamente, 40 millardos de euros superior al francés.
En esta era de gran volatilidad en el panorama internacional es imprescindible que los europeos nos defendamos de ataques injustificados y reivindiquemos nuestros logros colectivos, pero esto no debe ir en detrimento de una dosis saludable de autocrítica. La pretensión de Trump de que los europeos aumentemos nuestro presupuesto en materia de defensa ya fue expresada en su día por otros presidentes estadounidenses, y es innegable que posee cierto fundamento. En 2014, los miembros de la OTAN que no gastaban un 2% de su PIB en defensa se comprometieron a avanzar hacia este umbral a lo largo de la siguiente década. Pese a que los progresos han sido notables, es justo reconocer que algunos países europeos se encuentran todavía lejos de alcanzar esa cifra.
No es del agrado de Trump que exista una industria militar europea más competitiva
Los europeos podríamos hacer más por responsabilizarnos de nuestra seguridad. No se trata tan solo de una cuestión de solidaridad con nuestros aliados, sino que nos conviene con vistas a lidiar con las amenazas externas e internas que se están multiplicando y que se encuentran cada vez más interrelacionadas. La guerra de Siria es un caso paradigmático: la terrible tragedia que azota a la población siria desde 2011 desembocó en una crisis de refugiados que sacudió los cimientos de la UE.
Sin embargo, establecer cifras fetichistas de gasto no conseguirá atajar el problema de raíz. De poco servirá que los europeos gastemos más si no lo hacemos europeamente. Hoy en día, el presupuesto militar de la UE solo se ve superado por el de EE UU y es casi cuatro veces superior al de Rusia. Pero de qué modo y en qué capacidades se invierten los recursos, qué grado de implicación se tiene en misiones conjuntas de la OTAN y qué infraestructuras se ponen a disposición de EE UU en suelo europeo son los criterios que importan.
Está fuera de lugar sugerir, como suele hacer Trump, que la OTAN es un instrumento mediante el cual ciertos países se aprovechan de la generosa protección de EE UU sin ofrecer prácticamente nada a cambio. Nadie pone en duda que el respaldo militar que EE UU provee a sus aliados representa un factor clave de disuasión ante posibles ataques, pero no es menos cierto que los demás miembros de la OTAN han arrimado el hombro y han acudido a la llamada cuando se los ha necesitado. De hecho, el artículo 5 ha sido invocado en una sola ocasión: tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. Y posteriormente, la OTAN asumió el encargo de Naciones Unidas de liderar la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán, la misión más larga en la historia de la Alianza Atlántica.
En su afán de convertirse en una aliada todavía más valiosa, la UE ya se ha puesto manos a la obra. En diciembre de 2017, la Unión estableció la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO), que permitirá a sus países participantes desarrollar capacidades de manera conjunta, garantizando un uso más eficiente de los recursos. Además, la PESCO favorecerá que la UE continúe avanzando hacia esa autonomía estratégica por la que apuesta la Estrategia Global adoptada en 2016 y solidificará el pilar europeo de la OTAN, ofreciendo a EE UU un socio en defensa más fiable, dotado de unas capacidades y tecnologías de vanguardia. Una industria europea competitiva es esencial para que no exista un gap tecnológico entre ambas orillas del Atlántico.
Estados Unidos tiene que hacer justicia al enorme valor que atesoran sus aliados
Este tipo de iniciativas bajo el paraguas de la Política de Defensa y Seguridad Común de la UE cuentan con un amplísimo apoyo por parte de la población europea. La idea de abordar el gasto europeo en defensa desde un enfoque constructivo y colectivo resultará siempre mucho más convincente en el ámbito social que cualquier medida de coacción que puedan plantearse nuestros socios.
Pero el principal inconveniente no es que Trump no quiera hacer, sino que no quiere dejar hacer. Paradójicamente, mientras la Administración estadounidense reclama que los europeos nos hagamos más cargo de nuestra seguridad, no ceja en su empeño de socavar todo proyecto emprendido conjuntamente por la UE en el ámbito de la defensa. Esta actitud no resulta tan novedosa: al fin y al cabo, una mayor cooperación europea en defensa siempre se ha visto con recelos desde EE UU como consecuencia de una cierta cortedad de miras.
La Administración estadounidense objeta que dicha cooperación puede generar duplicidades en relación con la OTAN, cuando el efecto será justamente el contrario. El verdadero origen de duplicidades y despilfarros son las múltiples trabas a las que se vienen enfrentando los países europeos a la hora de desarrollar capacidades en común. Tampoco es del agrado de Trump que una industria europea de defensa más competitiva vaya a limitar las exportaciones de material estadounidense a Europa. Pero sería un absoluto contrasentido que, en el proceso de apuntalar esa autonomía que nos exige el propio Trump, nuestra dependencia de equipamiento estadounidense fuese en aumento.
La UE, con su larga trayectoria en la provisión de seguridad global a través de misiones civiles y militares, tiene mucho que aportar a la OTAN. Una UE más compacta en materia de defensa conducirá a una OTAN más fuerte, algo que solo puede beneficiar a EE UU. Sería deseable que Trump se diese cuenta de ello y que, en lugar de empecinarse en cruzadas unilaterales carentes de la más mínima cortesía diplomática, hiciese justicia al enorme valor que atesoran sus aliados.
Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.