Manfred Nolte-El Correo
La última edición del ‘Fiscal Monitor’ del Fondo Monetario Internacional (FMI) ha venido a recordar algo elemental que los gobiernos suelen olvidar cuando se sienten señores de las urnas: que la buena gestión no consiste en gastar más, sino en gastar mejor. Según el ‘Informe de primavera de 2024’, casi todos los países disponen aún de un margen notable para mejorar la eficiencia de su gasto público. En palabras del FMI, «el desafío fiscal que nace del bajo crecimiento, la deuda creciente, el envejecimiento demográfico y la presión del nuevo gasto en defensa exige hacer que cada euro de los contribuyentes cuente».
La eficiencia y la legitimidad van de la mano. Un Estado que despilfarra no solo compromete sus finanzas, sino también su autoridad moral. El despilfarro no es una anécdota contable, sino un lastre político. España encaja de lleno en ese diagnóstico. El gasto público consolidado roza ya el 47 % del PIB y la deuda pública se mantiene por encima del 103%, pero su cifra absoluta no cesa de aumentar. Los informes de la AIReF sobre gasto sanitario y educativo muestran una productividad casi estancada: más recursos, mismos resultados. La evaluación del desempeño de las administraciones sigue siendo una rareza y la medición de resultados, un formalismo. La productividad del empleo público apenas crece, y sin embargo el gasto de personal absorbe cerca de una cuarta parte del presupuesto consolidado.
A ello se añade una debilidad institucional que no ayuda. El Tribunal de Cuentas acumula años de retraso en sus dictámenes, la Intervención General del Estado ha reconocido desviaciones contables relevantes y la Oficina de Evaluación de Políticas Públicas apenas ha arrancado. No se trata de errores aislados, sino de una cultura administrativa en la que la responsabilidad se diluye y la autocrítica escasea.
La ciudadanía percibe ese deterioro. Una encuesta del Eurobarómetro de 2024 situaba a España entre los países de la UE con menor confianza en la eficiencia del gasto público: solo un 31 % de los encuestados considera que el Estado emplea bien los impuestos que recauda. Esa desconfianza no se combate con propaganda ni con eufemismos, sino con resultados medibles: hospitales que atiendan, escuelas que enseñen, infraestructuras que funcionen. El contribuyente de hoy no pide milagros ni clemencia. Pide reciprocidad.
Frente a esta realidad, la respuesta institucional tiende a refugiarse en la retórica del bienestar. Se invoca la sanidad, la educación o la dependencia como escudos morales para justificar cualquier incremento de gasto, sin examinar la eficacia de las políticas concretas. Pero un euro mal gastado en sanidad o educación es tan inmoral como un euro despilfarrado en propaganda. El problema no es el tamaño del Estado, sino su rendimiento.
La correlación entre deuda e ineficiencia resulta hoy inocultable. Para ver la dimensión de esta deriva, ahí está el caso de Francia, con una deuda rampante y un servicio de la deuda prohibitivo, cuyo pueblo se niega siquiera a discutir las causas de esas tensiones: la imposibilidad de sostener el Estado del bienestar sin una gestión óptima de cada euro disponible. Cambian los gobiernos, pero no el diagnóstico, y la reacción colectiva insiste en decapitar a los gobernantes mientras se practica la avestruz ante un barco a la deriva. En Alemania, Friedrich Merz se ha percatado de la gravedad del problema y propone mecanismos extraordinarios de seguimiento del gasto público. En España, preferimos medir la deuda como porcentaje del PIB —una forma elegante de disimular la magnitud real del endeudamiento—, cuando lo esencial no es su proporción, sino la causa de su desmesurada cuantía. Allí donde el gasto no se asigna con eficiencia, la deuda se convierte en su espejo contable.
La legitimidad democrática, decía Max Weber, no basta con ganarla en las urnas. Hay que merecerla cada día en la gestión. Y gestionar significa obtener buenos resultados con recursos escasos. Un Estado ineficiente es un Estado moralmente endeudado. De ahí que la reforma pendiente no sea tanto la de los impuestos como la del gasto. Antes de pedir más esfuerzo a los contribuyentes, hay que demostrar que lo recaudado se usa con talento. La confianza solo se acuña con eficiencia. En la España actual, la eficiencia es una moneda escasa.