Amaia Fano-El Correo
Dice el portavoz de EH Bildu, Pello Otxandiano, que las manifestaciones masivas en favor de la causa Palestina le generan «esperanza», porque «frente a la ofensiva de la extrema derecha y un mundo dominado por casi emperadores, hay una sociedad que está reaccionando y luchando a favor del futuro y la justicia social».
Por razones obvias, cabría preguntarse por qué esa lucha no se extiende a otras tragedias globales –no menos injustas– como Nigeria, Venezuela, Marruecos o el Sáhara. Pero sería una pregunta retórica pues todo el mundo sabe que históricamente la izquierda europea ha encontrado en la causa palestina un símbolo de resistencia frente al imperialismo y el poder hegemónico occidental. Apoyar a Palestina ha sido el equivalente a defender a los oprimidos frente al poder militar israelí y cuestionar, por extensión, la política exterior yanki. La Kufiya y la bandera de la Nakba se transformaron en un emblema de coherencia y reafirmación de los valores antimperialistas que han definido la identidad de la izquierda europea desde la Guerra Fría.
Sin embargo, en el contexto actual, ese apoyo se ha vuelto más radical y oportunista. Lo que a simple vista parece una muestra de solidaridad humanitaria responde, en realidad, a una estrategia de reposicionamiento ideológico en un continente que vive una grave crisis de identidad progresista. La izquierda europea lucha por reconectar con las clases populares ante el ascenso de la extrema derecha –espoleada por la tensión migratoria– y la pérdida del apoyo sindical tradicional. Y Gaza le ofrece una causa de alto impacto emocional y mediático, capaz de movilizar a las bases sociales más jóvenes y a los votantes más desencantados, por lo que ha convertido la tragedia palestina en el eje central de su discurso político.
El problema es que, en nombre de la empatía, sustituye el análisis por el eslogan, reduciéndolo a una narrativa simplista de «buenos y malos» (Israel como opresor y Palestina como víctima) que ignora deliberadamente las complejidades internas de un conflicto muy intrincado y añejo: el papel de una organización terrorista como Hamás respecto a su propio pueblo, la corrupción instalada en la Autoridad Nacional Palestina, los intereses de los países árabes y las tensiones regionales que lo agravan.
No se trata de negar aquí la legitimidad de la indignación social ante la masacre perpetrada por Israel en Gaza y la catástrofe humanitaria, sino de advertir sobre su interesada utilización política. La izquierda europea tiene una oportunidad histórica para recuperar su credibilidad internacional y ofrecer una visión equilibrada que combine la defensa de los derechos humanos con una comprensión realista de la seguridad y la diplomacia. Pero para ello debe dejar de recurrir a la retórica fácil. Convertir el dolor ajeno en herramienta de confrontación interna –para movilizar a su electorado y diferenciarse de la derecha– no solo banaliza la tragedia de los gazatíes, sino que impide mantener un debate real serio sobre el papel que Europa puede desempeñar en la pacificación de Oriente Medio