Manuel Alberca-El Mundo
- El autor cree que el desafío independentista catalán ha sido catastrófico y traza paralelismos entre las demandas actuales del catalanismo y las de hace más de medio siglo, reflejadas por el periodista Gaziel.
SI EN ALGO estamos de acuerdo todos –o casi todos– es en que la crisis del procés (ahora descarrilado, y por lo mismo entorpeciendo todavía la circulación democrática) es la más grave a la que ha tenido que hacer frente el régimen constitucional de 1978. Mayor que el golpe del 23-F en 1981, pues si bien las formas han sido suaves, casi ecológicas, sin maltrato físico –Daniel Gascón lo denomina un «golpe de Estado posmoderno»–, los fines eran altamente tóxicos. No se trataba de cambiar un Gobierno o un régimen político, sino de acabar con España.
Todavía es pronto para evaluar lo sucedido, pero algunos efectos son catastróficos: la división de la sociedad catalana, el parón económico, la falsa imagen que de España se ha querido proyectar en el exterior… Es evidente que nos falta distancia para poder comprender lo que esto ha significado y sobre su trascendencia. Tal vez por esta razón me he acordado de Meditacions en el desert (1974/1999) (Meditaciones en el desierto, 2005), un dietario que el periodista catalán, director de La Vanguardia y catalanista conservador, Agustí Calvet, seudónimo Gaziel, llevó entre 1946 y 1953. En sus páginas, y a pesar del tiempo pasado, encontramos reflexiones sobre el catalanismo, sus demandas soberanistas y su debacle final durante la Segunda República y la guerra, que parecen de ahora mismo. Sabemos que la Historia se repite sólo como farsa, y de esto en el procés ha habido cantidad, pero entre aquella situación y la actual, mutatis mutandi, encontramos coincidencias y paralelismos.
Cuando Gaziel escribió su diario, estaba decepcionado doblemente: defraudadas las esperanzas de democratizar España y de articular Cataluña de una manera razonable en la nación española. Por la primera frustración, carga contra Franco, por la segunda, no escatima sus críticas al catalanismo, que perpetró la «traición más abominable», pues vendió su alma al diablo (Franco) para asegurar y aumentar sus privilegios. A veces da nombres. Josep María Massip, militante de ERC y autor del discurso que leyó Companys en la proclamación del Estado catalán, se recicló franquista, y obtuvo notables réditos en forma de corresponsalías de prensa en Londres, Nueva York y París.
En 1936, como tantos liberales, que no se identificaban con los fascistas ni con los izquierdistas, Gaziel huyó a París porque su vida peligraba: «Yo he sido un hombre al que ambos bandos quisieron asesinar». En 1940, huyendo de las bombas alemanas, volvió a España a pesar de tener pendiente un consejo de guerra, que le fue sobreseído en 1943. Desde su regreso, vivió en Madrid, creó y dirigió la editorial Plus Ultra, hasta que a finales de los años 50, ya jubilado, regresó a Cataluña. En el desierto de la posguerra española, medita sobre lo que ha ocurrido en los últimos años. La escritura se centra en unos pocos temas a los que vuelve una y otra vez de manera expectante. Anida remotas esperanzas de cambio: que el régimen de Franco quiebre, que las democracias occidentales lo ahoguen, que la burguesía liberal se decida a jugar sus cartas, que Cataluña sea capaz de arrastrar a Castilla a la modernidad…
Pero el tiempo pasa y no ocurre nada, y su desaliento va en aumento. Gaziel se convence de que es imposible ser catalán y español, mientras España no resuelva adecuadamente la forma del Estado, convirtiéndose en una nación multinacional o una confederación a la manera de Suiza. Y aunque sus argumentos se basan en una cierta equidistancia, no deja de reconocer que «la república es el mayor timo que los catalanes hemos hecho, en una especie de venganza involuntaria, a la España castellana». Gaziel subraya el fracaso del nacionalismo catalán como «la congénita incapacidad política de los catalanes, el incurable hibridismo de Cataluña, la debilidad radical de su nacionalidad».
Sin embargo, para nuestro hombre «la pena más íntima», lo más doloroso fue constatar que la burguesía catalanista había renunciado a modernizar el Estado español y a defender los intereses nacionales de Cataluña para defender sus propios intereses económicos. Era tan grande su decepción que consideraba un consuelo poder vivir en Madrid: «Por eso a menudo doy gracias a Dios, que en medio de tanta miseria me ha concedido el consuelo de poder vivir ahora en Madrid tras el hundimiento de Cataluña. En Barcelona me siento como un forastero».
La primera vez que Gaziel visitó Madrid fue en 1908. Llegó para hacer un doctorado en Filosofía, y le causo una impresión pésima. Lo contaría 50 años después en un capítulo de sus memorias de infancia y juventud, Tots els camíns duen a Roma, bajo el despectivo título de Aquell Madrí tibetá. La descripción que hace de la ciudad no deja lugar a dudas del menosprecio que le produce. La presenta como un poblachón, crecido a la sombra de un palacio medio vacío, anclado en el pasado y sin proyectos de futuro. No era una observación original, sino un tópico de los autobiógrafos catalanes, como Pla, Sagarra e incluso Dalí, que miraron la capital por encima del hombro.
Desde la atalaya catalana, veían Barcelona como un modelo moderno y progresista, mientras consideraban el de Madrid caótico y atrasado. Pero Gaziel, al igual que Pla y compañía, llegaba a la conclusión de que la vida en Madrid era más satisfactoria y su gente «de un trato humano incomparable, dotado de una vitalidad y de una gracia espontánea tanto más apreciable cuanto que ignoraban que la poseían». Dicho de otro modo, Cataluña era, por «su carácter altivo, comercial y emprendedor –Sagarra dixit–, muy superior a Madrid», pero, frente al clasismo que imponía la burguesía catalana, apreciaban la sencillez y la falta de rigidez de la sociedad madrileña.
Por tanto, Gaziel defiende en su dietario el supremacismo catalán, y lo denomina sin tapujos «la superioridad de los catalanes sobre los demás pueblos de España». No obstante, acepta que este orgullo nacionalista se volvería contra ellos, pues les impidió ver nada más allá de sus narices. «Cataluña era para nosotros la realidad absoluta, única». Sin esta realidad se sentían desarraigados, expulsados del paraíso, confiesa en 1949. Pero para reconocer el error tuvieron que suceder tantos desastres… Gaziel encuentra en el fatalismo victimista de sus paisanos la explicación de lo que llama «la tragedia de Cataluña», según la cual los catalanes estarían obligados a ser lo que son, aunque les arrastrase a la catástrofe.
DURANTE casi 40 años, las relaciones entre Cataluña y el resto de España han estado apaciguadas por un reconocimiento mutuo. En este tiempo el catalanismo ha conseguido mayores cuotas de autogobierno que nunca. Y el resto de España ha encontrado en esto una servidumbre bien empleada, mientras se respetaron los compromisos que beneficiaban a ambas partes, no sin desgaste y continuos roces y ambigüedades.
La aceleración unilateral de los independentistas para romper los compromisos y las leyes que nos habíamos otorgado todos, también los catalanes, ha arramblado tantas cosas, no sólo acuerdos y consensos, se ha llevado consigo sobre todo el talante conciliador. Al final, la cuerda que nos unía y nos reforzaba mutuamente se ha roto, tal vez irremediablemente. Y sigue a la espera de ser recompuesta.
Debo terminar. Pero antes quiero contar una escena de la que fui testigo. Hace años, mucho antes de que la riada del procés comenzase a hacer estragos, escuché en el entorno de la Mezquita de Córdoba un diálogo entre un cordobés, encargado de un negocio turístico, y una clienta. Le preguntó el primero: «¿De dónde es usted?». «Soy catalana», contestó la mujer. «Buena tierra, pero os falta clima», apostilló sentencioso el hombre. Esta frase quedó flotando en mi recuerdo durante años sin saber encontrarle un sentido preciso. En los últimos meses, a la vista de lo acontecido, creo empezar a desentrañar el enigma lanzado por el filósofo cordobés.
Manuel Alberca es catedrático de Literatura española en la Universidad de Málaga. Su último libro es La máscara o la vida. De la autoficción a la antificción (Pálido Fuego).