Aurelio Arteta, EL PAÍS, 11/6/2011
Al artista no se le pide nada que no debamos pedir a todo ser humano: que sea fiel a su humanidad. Porque la Humanidad no requiere tanto genios como hombres buenos. Se enriquece sin duda con los grandes creadores, pero más aún con los hombres dispuestos a llevar una vida justa.
Bajo el título Mal bicho, pero genial (12 de abril) publicaba Juan Goytisolo un artículo en el que lamenta, como antes Vargas Llosa, la decisión del Gobierno francés de suspender su previsto homenaje al escritor Celine. A su parecer, el «odioso antisemitismo» de este escritor y «su abierta colaboración con los nazis» no restan ni un ápice de su maestría literaria. Era un mal bicho, conviene, pero sin duda genial. Claro que, al venir en último lugar y tras una conjunción adversativa, el calificativo estético tiende a prevalecer sobre el moral. Probemos sin embargo a decir al revés que Celine sin duda fue un genio, pero un mal bicho, y el lector entenderá entonces que debe contar más su deficiencia moral que su excelencia artística. E incluso que esta decae en alguien que lleva «una conducta ignominiosamente vil y rastrera».
Es lo que yo defendía en otro artículo anterior, La lección del ‘caso Celine’ (19 de marzo), al que -seguramente sin advertirlo- Goytisolo estaba replicando. Allí sugerí algunas tesis a sabiendas de que iban a sonar de modo harto chocante al oído contemporáneo. Creo que en la escala de valores el moral ocupa la cumbre y que su ausencia notoria en una persona rebaja la altura de otros valores que pueda albergar. Que así ocurre lo revela nuestro irrefrenable escándalo ante la coincidencia en el mismo individuo de una enorme altura literaria o artística y de deplorable bajeza moral. ¿O alguien negará la incomodidad y paradoja que ello le suscita?
Y es que, frente a los demás valores, lo peculiar del moral estriba en ser universalmente exigible si queremos vivir una vida propiamente humana. Lo recordaba yo en mi artículo y lo repite Goytisolo en el suyo cuando reitera el desprecio que merece Quevedo «desde el punto de vista… de la honradez exigible a una persona». Que la honradez sea una demanda universal no significa que haya de ser el criterio preeminente para evaluar al artista o al científico como tales. Es un requisito, eso sí, para emitir un juicio más completo sobre su persona. Por eso admiramos el genio poético de un Quevedo, aunque le prestaríamos mayor devoción todavía si tan inmenso poeta no hubiera estado aquejado de «racismo, antisemitismo, misoginia y homofobia». Puede ser engañoso limitarse a decir que un gran hombre tiene luces y sombras, o que tiene sombras pero también luces. Cuando esas sombras son nubarrones de indecencia, las luces del gran hombre brillan algo más apagadas…
El gran escritor español asevera que en Celine convivían la más excelsa empresa creativa y la peor labor panfletaria, «pero importa deslindar una de otra». Me parece que importa más bien lo contrario. Una cosa es que sean deslindables mediante un ejercicio lógico de abstracción y otra que deban serlo en la vida real y en el juicio práctico que esta nos merezca. Precisamente por no ser obligatorios los demás valores son separables unos de otros…, pero no el moral, que siempre habrá que rastrear allí donde comparezca el hombre. Si separamos en un ser humano lo excelente de lo indecente, nos quedará tan solo una excelencia abstracta.
De suerte que, al delimitarlos, nos ahorramos el escabroso problema que suscita la coexistencia en alguien o en su obra de valores tan enfrentados. Se sobreentiende entonces que lo admirable y lo aborrecible resultan incomparables por ser nada más que diferentes. O sea, como diría hoy el sobado tópico, que «no son ni mejor ni peor, sino simplemente distintos». Pero el caso es que, aun cuando a menudo sus portadores huyamos de la comparación, los valores quieren ser comparados…
Tal vez se vea más claro mirando hacia otro ángulo de la cuestión. Una vez desprendidos de su brutal cometido de acabar con la vida de un hombre, ciertos asesinatos podrían contemplarse como obras de arte y el asesino como un artista. ¿Diremos entonces que conviene discernir un aspecto del otro y juzgar cada uno por separado, como si el aspecto criminal no rozara ni empañara su aspecto estético? El genocidio judío en los campos de exterminio ha sido calificado también de una sumamente ingeniosa obra de ingeniería. ¿Nos atreveríamos a valorar esa ingeniería al margen de la doctrina que la justificó y de la matanza que produjo?
Suena, pues, a escapatoria concluir que una obra maestra «no se sujeta a corrección alguna». Si le quitamos a esa corrección su peyorativa carga semántica del presente, ¿habrá que disculpar a un gran artista de no atenerse a exigencias éticas, si para él los valores estéticos están por encima de cualesquiera otros? ¿Acaso tal rebeldía creativa carecerá de esos límites que no cabe rebasar sin que lo atractivo amenace convertirse en repugnante?
Al artista no se le pide nada que no debamos pedir a todo ser humano: que sea fiel a su humanidad. Porque la Humanidad no requiere tanto genios como hombres buenos. Se enriquece sin duda con los grandes creadores, pero más aún con los hombres dispuestos a llevar una vida justa.
Aurelio Arteta, EL PAÍS, 11/6/2011