IÑAKI EZKERRA-EL CORREO

  • «¿Es el enemigo?». ¿Cabe otra pregunta más esencial de la condición humana?

Desde que al célebre humorista español se le ocurrió aquel famoso número en el que, teléfono en mano y con un casco que le venía grande a su escuálido rostro, hacía la pregunta inolvidable -«¿es el enemigo?»-, creo que no ha habido un solo conflicto armado ante el que alguien no haya evocado ese inolvidable monólogo paródico-bélico y no haya hecho el comentario ya tópico: «Esto parece la guerra de Gila».

Ocurrió con la de Irak, que Bush junior justificó por un temible arsenal nuclear en manos de Sadam Hussein, del que nunca se encontró ni una ojiva. Guerra en la que la guinda más gilesca la puso Aznar con su papel contradictorio hasta lo dramático. Alguien que participa en una contienda con el discreto envío de un contingente de ayuda humanitaria no se saca una foto con los tacones sobre la mesa de las Azores y poniendo cara de Churchill en la conferencia de Yalta; o sea, no se pone el casco de batalla para ir de socorrista y andar preguntando lo de «¿es el enemigo?». Otro tanto pasó después con Obama y Trump en la guerra de Siria. Si el primero envió tropas que no tenían la misión de entrar en combate, el segundo anunció en abril de 2018 un inicio de la Tercera Guerra Mundial que se quedó en el bombardeo de un edificio vacío del que estaban advertidos el propio Putin y El-Asad para evitar que hubiera una sola víctima. Y así llegamos a un presente en el que la misma Europa que dota de armas a Ucrania y califica su invasión de crimen de guerra anda rascando lo que puede del gas ruso y sorprendiéndose de que el Kremlin pueda cerrar todos los grifos del suministro.

La guerra de Gila, sí. Invocamos aquel cómico ‘sketch’ en cada guerra porque en realidad todas las guerras son las guerras de Gila. Porque guerrear contra el vecino es algo tan anómalo y forzado que siempre llega el momento en que ya no podemos mantener esa tensión, en que pedimos una tregua y de pronto se desvanece todo el sentido y el simulacro del odio que justificaba el enfrentamiento. Porque la guerra es cosa de dioses y se rinde ante lo humano. Porque la grandilocuencia del Campo de Marte sucumbe siempre ante el amor o el humor. Pienso en un libro reciente, ‘Tierra de nadie’, de Gonzalo Ballano, que narra la Guerra Civil desde la comunicación continua que hubo entre los soldados de ambos bandos para compartir paellas, partidos de fútbol, canciones y cigarrillos. Aquella España en guerra necesitaba para fumar el tabaco de Extremadura, que se hallaba en zona nacional, y el papel de Alcoy, que estaba en zona republicana. Y fumó, claro que fumó, imaginen cómo. ¿La guerra de Gila? ¿Qué guerra no es de Gila? Y, sí, «¿es el enemigo?». ¿Cabe otra pregunta más esencial de la condición humana?