Miquel Escudero-EL IMPARCIAL
En 1974 se publicó Vida imaginaria, una recopilación de textos de ‘no ficción’ de Natalia Ginzburg, la mayor parte de ellos publicados en el diario turinés La Stampa y en el diario milanés Corriere della Sera. Ahora ha sido traducido al español por la editorial Lumen.
La autora se llamaba Natalia Levi, nació en Palermo en 1916 y se crió en Turín, en cuya universidad su padre era profesor de Anatomía. Con 22 años, se casó con Leone Ginzburg y adoptó su apellido. Se trataba de un profesor de literatura rusa que se opuso activamente al régimen de Mussolini y que fue torturado y asesinado por los nazis en 1944; en esa fecha, el historiador Carlo Ginzburg, hijo de Leone y Natalia, tenía sólo cinco años de edad. En 1950, seis años después, Natalia volvió a casarse, su nuevo marido Gabriele Baldini era un profesor de literatura inglesa y especialista en Shakespeare; valga decir como curiosidad que Baldini intervino en la película de su amigo Pasolini Pajaritos y pajarracos.
En sus artículos, Natalia Ginzburg se expresaba con singular franqueza. Del escritor Alberto Moravia, que tenía su edad, afirmaba que le cohibía “por sus maneras bruscas e impacientes” y que cuando hablaba con él no acertaba a responderle más que “con penosos balbuceos”. No obstante, valoraba su imagen solitaria, única y real, aunque pudiera ser injusto e incluso embustero. Por contra, al referirse a Niccolò Gallo, un crítico siciliano y comunista, también solitario, destacaba su carácter silencioso y carente de ingenuidad, un hombre que sin decir apenas nada “asentía a las desventuras del prójimo y compartía sus penas”.
Natalia Ginzburg reconocía que muchas palabras están adheridas por un barniz de falsedad. Por ahí, instalados en lo que Julián Marías denominaba estado de error, se cuelan desgracias a borbotones, que de la mente pasan a materializarse. Ella decía no creer en las diferencias de sangre, pero admitía tener una cierta complicidad con su condición judía. Sin embargo, consideraba que entre los judíos no existen afinidades a no ser muy superficiales y creía que los hombres deben superar los límites de sus orígenes e ir más allá.
Sus opiniones escritas facilitan espejos a los lectores con que tantear sus propios gustos y evitar la caída en tópicos. Así, ella advertía que el feminismo pone a las mujeres un uniforme.
En 1983, con 67 años de edad y llevando otros catorce como viuda de Baldini, Natalia Ginzburg aceptó intervenir en política y salió elegida diputada por el PCI. Hacía ya cinco años del asesinato de Aldo Moro, magnicidio que había cerrado trágicamente la oportunidad del compromesso storico (compromiso histórico) entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista Italiano. El carismático líder Enrico Berlinguer murió al año siguiente, en 1984, y el PCI sólo le sobrevivió siete años.
Con un sentido autocrítico vigoroso, característico de quien no teme la verdad, percibía a los integrantes de su generación como personas toscas, apasionadas y confusas: “No teníamos ideas, sino deseos”, precisos y concretos, proyectados en horizontes de abstracción.
La autora italiana era gran aficionada al cine, sentía arrobo con Amarcord, “la película más bonita de Fellini”, que describe la vida de provincia y muestra el asombro maravillado de la infancia. Su admiración por el director sueco Ingmar Bergman era enorme: “En un momento dado me juré a mí misma que perseguiría todas las películas de Bergman hasta los barrios más remotos y que nunca pospondría la oportunidad de ver una película suya”, lo veía como el único que contaba lo que es indispensable contar. Y señalaba con tristeza que a sus personajes “se les niega todo: el afecto familiar, la luz del día, la gratitud, todo acto de misericordia”.
Hay un detalle que quiero mencionar, al verlo significativo de una personalidad libre y educada. Corresponde a Giorgio Bassani, un viejo amigo suyo, de cuyos poemas de Epitafio dice que no le gustaban en absoluto, simplemente porque “me parecen llenos de satisfacción”; una satisfacción excesiva, empalagosa. Y tan amigos, sin más rodeos. Me parece ejemplar que se dé valor a las propias palabras y se busque aunar la franqueza intelectual con la nobleza de carácter, es algo que hoy parece brillar por su ausencia.