Tiempos difíciles nos esperan si se impone en el nacionalismo la deriva integrista y etnicista que ha nacido en su seno, sin cuya matriz ideológica la violencia terrorista es inexplicable. La unificación del nacionalismo, desde los supuestos que se ha realizado, entrega la iniciativa a las versiones étnicas y antidemocráticas y tiende a romper el pais, que es todo lo contrario de la aspiración del nacionalismo democrático.
En la sociedad vasca de nuestros días hay quienes afirman de forma rotunda e innegociable principios políticos, mientras hacen una consideración meramente instrumental de los valores morales, concretamente de la libertad y del respeto a la vida humana. Tenemos el peligro de acostumbrarnos a un lenguaje público inconsistente y perverso, que hace equilibrios entre los agresores y los agredidos, que solo es capaz de criticar la aberración moral si, al mismo tiempo, arremete contra la discrepancia política, que pretende reconducir la barbarie ofreciendo ventajas para quienes la alientan y practican, lo que supone no respetar a quienes la sufren, al mismo tiempo que se están socavando las bases morales de la convivencia.
No debemos caer en el juego del servicio de agitación social e ideológica que desea convertir su peculiar visión del problema vasco en el tema central, obsesivo y hasta único sobre el que tiene que girar nuestra sociedad. El terrorismo pretende, ante todo, imponer su agenda. Estoy convencido de que el paso del tiempo, sin la presión de la violencia, irá colocando las cosas en su sitio, dará a los problemas su peso real en la opinión pública y, por tanto, permitirá plantearlos más objetivamente. Pero hay cosas sobre las que hay que volver periódicamente, aunque no sea más que para dejar bien claro que el consignismo y la agitación no prevalecerán entre una ciudadanía libre y crítica.
Contra la opinión de muchos, entre ellos algún querido amigo que escribe en estas páginas, y contra la opinión de los firmantes de Estella, pienso que la violencia en el País Vasco no es tanto expresión de un problema político, como manifestación de un problema ideológico del nacionalismo vasco. Problemas más graves que los nuestros existen en muchos lugares, sin que se haya generado ni terrorismo ni una cultura de la violencia. Las intervenciones y análisis políticos son necesarios y, con frecuencia, son los más inmediatamente aplicables; pero el análisis y la crítica ideológica y cultural, aunque más lentos, también son necesarios, sobre todo cuando el fenómeno reclama raíces de esta naturaleza. Los problemas políticos deben tratarse de forma abierta y serena, sin dogmas y con flexibilidad. Las cuestiones ideológicas deben abordarse sin negar la realidad y sin buscar atajos prácticos que desconozcan su existencia y complejidad.
Si no me engaño se considera llegado el momento de redefinir lo ideológico para avanzar en lo político. Es el proceso de unificación política y estratégica del nacionalismo vasco, que se realiza sobre las bases teóricas y estratégicas que el radicalismo abertzale fue madurando a partir de los años sesenta. Se difuminan los perfiles democristianos y autonomistas, cuya introducción en el nacionalismo vasco fue decisiva para la superación del integrismo de sus orígenes. Estamos ante un giro de calado, que normalmente debe originar debate y provocar tensiones. Contra lo que algunos quisieran, no es una simple concesión táctica para conseguir el cese de la violencia. Más bien hay una redefinición de los objetivos y un aprovechar el empuje de la violencia para conseguir un campo político más ventajoso. El intentar disuadir a los violentos diciéndoles que así favorecen a Mayor Oreja es oportunismo superficial y vileza moral. Se está dando a entender que el medio es malo porque no es eficaz para el fin que sí es bueno. Pero este pragmatismo cínico es perfectamente reversible, sobre todo si con la práctica cotidiana se está diciendo que la lucha de ETA ha valido para hacer avanzar la construcción nacional. Cuando se reivindica políticamente este pasado inmediato se hipoteca el futuro y se hace aún más difícil la reconciliación de la sociedad vasca, en la que las víctimas deben ocupar un lugar preferente.
La proverbial ambigüedad del nacionalismo, así como su dosificación de idealismo y de pragmatismo, no es ajena a la tensión entre las versiones política y étnica de su doctrina. En efecto, hay un nacionalismo basado en la ciudadanía, que aspira a configurar una sociedad política con sus propias instituciones y poder, integradora de la pluralidad, respetando el pasado pero sin buscar en él modelos de futuro. Pero hay también un nacionalismo étnico, que pretende traducir políticamente una supuesta unidad cultural, que fue destruída por factores externos. Se habla de recuperar la cultura, de reconstruir la nación. Un mito del pasado inexistente funda una utopía inalcanzable de futuro. La supuesta unidad cultural, cuyo único componente claro es la lengua, que se convierte así en un ariete político, da pie a una aspiración homogeneizadora y, por tanto, excluyente. Pero crea una dinámica movilizadora, totalizante y emotiva, simplista porque encuentra la clave de todo en un único principio explicativo, profundamente demagógica. Cualquier paso le parece despreciable porque la luna sigue siempre igual de lejos; crea frustración y crispación, que sirve, a su vez, de carburante para su movimiento incansable. La utilización sectaria y partidista de la ikurriña y del euskera es consecuencia lógica de un proyecto totalitario y excluyente. Es una ideología de guerra que define al propio grupo por oposición a otro. Así resulta no ya que lo español sea el enemigo secular contra el que hay que definirse, en un ejercicio macabro contra la historia y contra la realidad, sino que se llama español a todo lo que se odia, lo que es una forma de racismo, con la que existe una tolerancia irresponsable.
Quisiera que se me entienda bien. En absoluto niego la existencia de un nacionalismo vasco democrático. Y, por si hace falta, reconozco que en su difícil historia ha habido ejemplos magníficos de firmeza democrática y entereza moral. Por recurrir a un símil: no deslegitimo al cristianismo cuando no solo condeno la inquisición y las cruzadas, sino que las considero posibilidades que se derivan de su propia naturaleza, lo que me hace ser especialmente crítico y vigilante con mi propia tradición. Creo que, por su propio bien, hace falta más autocrítica en el nacionalismo vasco. Cerrar filas y ver por todas partes conspiraciones externas es lo propio de la mentalidad reaccionaria y sectaria.
Tiempos difíciles nos esperan si se impone en el conjunto del nacionalismo la deriva integrista y etnicista que ha nacido en su seno, sin cuya matriz ideológica la violencia terrorista es inexplicable. La unificación del nacionalismo, desde los supuestos que se ha realizado, entrega la iniciativa a las versiones étnicas y antidemocráticas y tiende a romper el pais, lo que, en mi opinión, es todo lo contrario de la aspiración del nacionalismo político o democrático. Pero lo que vemos es que el uso instrumental de las instituciones democráticas contagia, de algún modo, al conjunto del nacionalismo. En efecto, estas instituciones parecen más que nunca al servicio de una estrategia que aboga por su superación. Esto vale sobre todo para el Gobierno Vasco, cuyo presidente ve su perfil social y político cada vez más deteriorado. Se transmite una clara impresión de que su margen de maniobra está limitada por pactos que le vienen impuestos y existe una persuasión generalizada de que mientras los Lehendakaris pasan el verdadero centro de poder permanece inalterable. Cuando se cumplen veinte años del Estatuto de Gernika, hay que reivindicar su valor como el punto de encuentro democrático más amplio entre los vascos, contra los agitadores de la frustración y en el momento que conoce los ataques más duros que pueden romper trágicamente nuestra convivencia social.
Rafael Aguirre, 21/10/1999