GABRIEL ALBIAC- ABC

· «La guerra está aquí. Y va a quedarse. Es una guerra de la cual Europa puede salir destruida, si no se dota de un ejército y una inteligencia eficaces. Es lo que toca ahora. Planificarla en serio. O aceptar la derrota. Y no llorarla. Un hombre llora a puerta cerrada y con el  cerrojo puesto. Luego decide: lucha o muere.

Un hombre llora a puerta cerrada y con el cerrojo puesto. Y habla, ante los demás, tan sólo de lo grave, de aquello en lo cual la muerte –que es lo único grave– se dirime. Y lo hace con contención medida. Ante el absoluto al cual llamamos muerte, no es digna la retórica. De ningún tipo. Y el grito reviste siempre una autocomplacencia obscena.

Un hombre busca entender: conocer por qué tortuosos caminos llegó hasta él lo más terrible. Y toda su apuesta de hombre libre cabe en eso: no lamentarse. Por más que duela. Ni maldecir. Ni detestar siquiera. Un hombre cabe en la apuesta de dar fría batalla a las fuerzas más sombrías, sin perder un átomo de su luz racional. Porque sólo esa luz va a permitirle no ser derrotado.

Un hombre traza, en el tenebroso laberinto de las huellas, los vectores que forman el teorema asesino que hizo trizas su vida, sus sueños, las vidas y los sueños de los suyos. Y da cuenta glacial de esa lógica. Porque hay en el horror una lógica tan blindada como en la inteligencia o la alegría. Y casi nunca el malvado es tan sólo un perfecto imbécil. Las lógicas del mal son implacables y deben ser expuestas con el mismo primor con que un oncólogo dibuja el cuadro genético de un cáncer.

En frío, pues. Conviene hablar en frío y comedidamente del golpe que recibió España en Barcelona y Cambrils, la semana pasada. Tomar en serio la reivindicación de Daesh. Entender a qué enemigo nos enfrentamos. Y con qué medios. Y saber bajo qué condiciones ganaremos y bajo cuáles estaremos condenados a una derrota similar a la de aquel 11 de marzo que hundió el proyecto de modernidad española.

En frío, conviene hablar en frío, porque también de lo trágico común se debe escribir con el mayor sosiego. Y con el mayor rigor. Sobre todo, de lo trágico común. El sosiego riguroso es el lenguaje trágico. Paul Valéry lo fija en un axioma acerado acerca de las tragedias de Jean Racine: «en las más altas conmociones, respetar los subjuntivos». La emoción no exime de la lógica; la exige. Respetemos los «subjuntivos» racinianos. Los cual, en el lenguaje del analista político, significa respetar la exposición clara de las determinaciones que confluyen en ese día de agosto en el cual un puñado de soldados de Alá –no un puñado de locos, ni siquiera de canallas, un puñado de soldados de Alá– consuma el mandato, que sus miembros han leído en el Corán, de matar a todo aquel que se empecine en negar la verdad única del Libro dictado al profeta por Alá. Ese libro de páginas de oro que, desde toda la eternidad, existe a la vera del Grande y Magnánimo, como atributo suyo.

La sentimentalización nos envilece. Siempre. Da igual que el grito sentimental sea buenista y positivo (el refugees welcome de esa inepta Carmena que llamaba a «empatizar» con Daesh tras los asesinatos de París, ¿llamará ahora a lo mismo?) o de bárbara exclusión fóbica (las voces irracionales que claman por hacer tabla rasa de los musulmanes). De nada sirven, en política, ni angelismos ni demonizaciones. A no ser de acicate para empujarnos al abismo. En esa medida exacta, todo sentimentalismo nos envilece, nos hace irracionales, estúpidos. Y vulnerables, por tanto. Envilece la verdad primordial de ese dolor sin palabras de lo trágico. Escribía el gran Luis Cernuda que, al igual que el amor, «debe el dolor ser mudo».

La retórica afectiva envilece, sobre todo, la más alta virtud de un hombre: la de entender lo que le ha sucedido. Y afrontarlo y combatirlo. Sin miedo. Y sin esperanza. Con lógica sólo. Ante lo trágico, no hay otra dignidad que no sea el cruel abrir los ojos a una búsqueda de la verdad que sólo nace del rigor. Sin una concesión. Sin una complacencia. Estamos en guerra. Hablemos de esa guerra. Planifiquemos ganarla. O aceptemos ser destruidos.

En enero de 2009 George Bush cerraba su mandato. La presencia militar americana garantizaba la pacificación del territorio iraquí. No eran necesarias virtudes proféticas para saber lo que sucedería si esas tropas eran retiradas. Estallaría una guerra que se extendería a todos los territorios colindantes. Fue lo que hizo Barak Obama, responsable último de lo que vino luego. Daesh se instaló en la zona abandonada por los americanos. Había aprendido de la derrota de Bin Laden. No basta una estructura de terror difusa. Para que ésta funcione, se requiere el soporte logístico de un Estado clásico, o de algo que germinalmente lo sea.

Fue lo que Al-Bagdadi proclamó desde Mosul. Dando origen a la guerra de exterminio más salvaje del siglo XXI. Hoy, Al-Bagdadi parece haber muerto, Mosul cayó, Raqqa está en trance de caer. El suelo del Estado Islámico se volatiliza. Y no queda más territorio sobre el que continuar la lucha que el de una Europa a la cual han afluido parte de los yihadistas que salvaron la vida. Empieza la segunda fase de la guerra. El territorio de Yihad no está ya al otro lado del estrecho. Está en un continente europeo que carece de un ejército común que merezca tal nombre.

Los yihadistas asientan su legitimidad simbólica en dos pilares. El primero, la numerosa población musulmana en Europa. El segundo, el carácter intemporalmente musulmán de ciertos territorios. España, sobre todo. Porque, conforme a la doctrina del Waqf, aquello que Alá entregó al islam una vez, lo entregó para la eternidad toda. Los yihadistas buscan apoderarse de Europa y recuperar su legítima propiedad en España. Es una diferencia relevante.

La guerra está aquí. Y va a quedarse. Es una guerra de la cual Europa puede salir destruida, si no se dota de un ejército y una inteligencia eficaces. Es lo que toca ahora. Planificarla en serio. O aceptar la derrota. Y no llorarla. Un hombre llora a puerta cerrada y con el cerrojo puesto. Luego decide: lucha o muere.