- La IA desata otra revolución no menor. Con la complejidad aumentando incesante, la sociedad ya no es susceptible de controles como los conocidos. El mundo no se deja modelizar, se resiste a la planificación, exhibe patrones hijos del caos
Lo propio del (último) proceso de globalización, aquello que lo caracteriza y explica, es el aumento de la complejidad. Un aumento vertiginoso, hasta niveles que jamás se habían conocido y quizá intuyó lejanamente algún autor de ciencia ficción. El incremento exponencial de la complejidad social por fuerza tiene que revolucionar todos los ámbitos de la actividad humana. Pero antes de constatarlo, entendamos adecuadamente el concepto de complejidad. En primer lugar, solo es comparativo: cuando afirmamos que algo «es complejo» lo que en realidad decimos es que es más complejo que otro sistema, o que ese mismo sistema con anterioridad. Entendiendo por «más complejo» que hay más relaciones entre los mismos o más elementos, y entendiendo por «sistema» un conjunto de elementos que mantienen relación entre sí. Por fin, esa relación o relaciones son los parámetros que permiten considerar sistema a ese conjunto.
La tecnología de las telecomunicaciones, y en concreto internet, revolucionaron, como apunté, todas las actividades humanas. El trabajo y el ocio, las vacaciones, el estudio, la lectura, las modas y el lenguaje, la política y la administración pública, la música, la seducción y el sexo, los negocios e inversiones, la distribución, la construcción de afinidades. Observemos los trastornos del viejo mundo con las gafas de la complejidad del sistema humanidad, desplegado en subsistemas por parámetros clave. Una sola relación nueva entre dos elementos aumenta la complejidad; estamos ante el establecimiento de relaciones nuevas entre miles de millones.
Recordemos algunas de las primeras transformaciones económicas, a título ilustrativo: práctica desaparición de sectores comerciales enteros (agencias de viajes, tiendas de discos), florecimiento de diarios al desaparecer las barreras de entrada que aseguraban el oligopolio informativo-opinativo, vuelcos en la estabilidad del empleo por necesidad de adoptar nuevas rutinas de trabajo, revalorización del trabajo intensivo en conocimiento (ya desligado de la localización física del empleado), conversión de ese empleado en emprendedor que se organiza de modo autónomo, mutación de las estructuras piramidales de las organizaciones en estructuras reticulares, externalización de las actividades no ligadas al ‘core business’ de cada empresa, surgimiento de gigantes empresariales capaces de ofrecer comparativas rápidas y claras a los consumidores (de seguros, de inmuebles, de coches…). Y deslocalización de los procesos de fabricación, de lo tangible.
La IA desata otra revolución no menor. Con la complejidad aumentando incesante, la sociedad ya no es susceptible de controles como los conocidos. El mundo no se deja modelizar, se resiste a la planificación, exhibe patrones hijos del caos (acepción científica, no coloquial) y, por ende, propicia el máximo despliegue de la libertad humana en sociedad, la aparición espontánea de nuevos ascensores sociales.
Y es justo entonces cuando los enemigos de la libertad, extemporáneos, enseñan sus colmillos totalitarios desde instituciones globalistas y medios tradicionales demediados. Europa pretende frenar los avances tecnológicos porque no es capaz de asumir tanta espontaneidad social, tanto empoderamiento (aquí sí) individual. Su mando y privilegios (nuevos sacerdotes mesopotámicos) peligran. ¿La UE de Úrsula, la ONU y sus agencias? Colas de lagartija asustando infelices.