Joseba Arruti-El Correo
El estado de ánimo de Pedro Sánchez basculó entre el abatimiento y la autocompasión tras conocerse las grabaciones de la UCO que involucran a Santos Cerdán en asuntos turbios. Medió en esa transformación el consejo de sus más próximos y de una cohorte de asesores siempre dispuestos a adornar lo que conviene al líder hasta que luzca a modo de interés general. En ese tránsito, las peticiones de perdón derivaron en naderías correctoras y el desaliento se volvió resistencia contumaz.
El líder socialista accedió al poder en 2018 con la ejemplaridad como divisa. La mayoría que le aupó pretendía avanzar en derechos sociales y en el reconocimiento de la pluralidad territorial del estado. Sí. Pero todo ello sólo tendría sentido en el marco del alegato fundacional de la nueva administración en favor de un patrón de conducta sin tacha que imposibilitara cualquier atisbo de venalidad.
Ese principio ha saltado por los aires. Quienes aparecen enlodados en tramas varias no son tarambanas anónimos de moral disipada. Al contrario: han pertenecido al núcleo del poder y es justamente eso lo que les ha permitido campar a sus anchas. En esas circunstancias, Sánchez queda irremediablemente interpelado, con el riesgo añadido de que emerjan nuevas y más graves revelaciones.
Semejante vulnerabilidad resulta letal, máxime para un Gobierno cuya mayoría siempre ha pendido de un hilo. Negando esa realidad, lo que en un primer momento era una leve tentación, la de huir hacia adelante, parece haberse convertido en férrea consigna con el transcurrir de los días. No es una estrategia particularmente sofisticada. Pero ni siquiera será útil; y puede convertir en un erial el espacio político que ocupan las dos formaciones gobernantes.
La advertencia apocalíptica de que el PP y Vox acechan, otrora tan rentable, suena ahora a bramido grotesco. Sobre todo, porque quien lo vaticina está alimentando ese escenario con absurda terquedad y negligencia. Cuando la ilusión generada en su día deviene en marea demoscópica adversa no basta con culpar a los sospechosos habituales: alguna responsabilidad habrá que asumir en primerísima persona.
Pedro Sánchez llegó a la presidencia del Gobierno para marcar un antes y un después implacable frente a la corrupción, impulsando un marco y unas prácticas que debían ser al menos tan inmaculadas como su discurso. Pero no ha sabido atisbar ni quiera la podredumbre más cercana, la de quienes hablaban y disponían directamente en su nombre.
Refugiarse en el sonsonete del ‘y tú más’, reivindicando al tuerto frente al ciego, no es sino un triste legado para quien adquirió tan solemnes compromisos en esta materia. Más aún cuando una tortedad que impide ver tanta ambición, tanta desfachatez, tanta correría y tanta caspa es prácticamente indistinguible de la invidencia.