Es cierto que en los nacionalismos hay siempre una propensión a la demanda inextinguible. Pero no está menos comprobado que forman muy mayoritariamente parte de la tradición democrática española y que, con todas las dificultades que se quiera, nuestra Historia en libertad ha sido la de unos pactos de entendimiento que han funcionado satisfactoriamente.
Existe toda una tradición en la cultura española que, por describirla en términos eruditos, corresponde a las «laudes Hispaniae», es decir, a la exaltación de nuestras supuestas o reales maravillas. Hoy esta forma de ver el pasado más remoto y también el presente parece haberse instalado confortablemente en algunos de quienes escriben acerca de ambos. Resultaría que nuestro país merececería dosis abundantes de autocomplacencia porque ha conseguido unos éxitos espectaculares: el déficit cero, un papel de primera fila en las relaciones internacionales mundiales y convertirse en el primer exportador de capitales a Iberoamérica. Todo eso es reconfortante, sin duda; lo malo es que con cierta frecuencia los eventuales responsables de la política -sean cuales sean- se lo autoatribuyen cuando lo correcto es otorgar el mérito al esfuerzo del conjunto de una sociedad (y de varias generaciones). El rosado panorama resulta completo cuando viene avalado por un pasado decisivo en la Historia de la Humanidad.
Porque, en efecto, las glorias españolas logran su principal apoyo en el pasado. No cabe la menor duda de que éste proporciona muchos motivos para la satisfacción. Pero de él cabe esperar también enseñanzas y, sobre todo, precisión. Viene todo esto a cuenta de un reciente libro de Fernando García de Gortázar acerca de los mitos de la Historia de España. Es un libro muy bien escrito y con unas citas literarias excelentes; el autor ha sido siempre un exitoso divulgador de nuestra Historia. El propósito, no obstante, es ambicioso y el resultado queda por debajo del intento. Son pocas páginas para destruir muchos de esos mitos que, por otro lado, ni ya muchos de ellos lo son propiamente para un lector ilustrado ni tampoco quedan por completo definidos ni, por consiguiente, convenientemente destruidos. La misma bibliografía testimonia esas debilidades,aunque se trata de un libro de grata lectura.
Excepto en lo que se refiere a la generación o, por lo menos, aceptación de un mito nuevo. Lo peculiar del caso es que este mito -es decir, asunción poco racional de una una idea simplificadora- se ha instalado en otro género de escritores de menor rango y, sin embargo, más impetuosas, repetidas y estridentes declaraciones.
Este mito consiste en afirmar que durante la transición «la gran perdedora fue la memoria». De acuerdo con esta interpretación, no se habría olvidado tanto la barbarie o la represión dictatorial, como se suele pensar en la izquierda, como la propia idea de España. Desde 1975 habría tenido lugar, al mismo tiempo, una sistemática «vindicación de lo primitivo» o un llamamiento a «las voces ancestrales de la tierra», en definitiva, de la peculiaridad de las identidades en la España plural. García de Gortázar, a quien pertenecen estos entrecomillados, juzga que España se ha sentido,incluso en la visión que de ella se ha ofrecido afuera por parte de nuestros intelectuales, a sí misma como una «nación avergonzada» de su propio pasado y «absurda y metafísicamente imposible». Además, en lugar de que la memoria sirviera para conectar con tradiciones liberales, se ha utilizado para «satisfacer aspiraciones parecidas a las que tenían los carlistas hace siglo y medio».
Creo que ese diagnóstico es incorrecto. La memoria ha jugado un papel positivo porque no sólo no se ha olvidado el pasado inmediato -aunque sin mucha colaboración de los sucesivos gobiernos-, sino porque también se ha reconstruido la conciencia de identidad plural de España. Y eso ha servido para hacer posible uno de los mayores aciertos de la transición:convertir un Estado muy centralizado en otro muy descentralizado. Por supuesto, han existido exageraciones e invenciones de la realidad; de cualquier modo, si ha padecido la idea de España se debe mucho más a la espuria sobreutilización por parte de un régimen dictatorial que a la embestida de los nacionalismos. El Estado de las autonomías en su presente aceptado por todos en absoluto responde a las ancestrales ansias de los carlistas.
Lo que me parece más discutible, por fabulación alejada de la realidad histórica, es la consideración crítica que hace García de Gortázar de los nacionalismos, equivalente a una especie de enmienda a la totalidad. Tomemos, por ejemplo, su interpretación del catalanismo. Resultaría que, «dominados por un atroz pesimismo… los intelectuales de Cataluña se refugiaron en una imagen romántica de la Cataluña medieval». Las raíces del catalanismo serían siempre contrapuestas a las ideas republicanas y liberales.La burguesía catalana, «católica hasta las entrañas y ferozmente proteccionista, fue culturalmente muy poco avanzada,socialmente muy refractaria a cualquier reformismo y políticamente muy conservadora». En definitiva, el catalanismo habría sido el resultado de la protesta irritada frente a un Estado incompetente que habría privado a Cataluña del mercado colonial cubano, que era en la práctica suyo.
Creo ser objetivo en la interpretación y me parece que estas frases ni tienen nada que ver con lo que desde los años sesenta se ha escrito por los historiadores ni resumen una interpretación correcta. El catalanismo fue plural, en lo ideológico, desde el principio y nació a la vez de una modernización social y el mismo se modernizó con el paso del tiempo. Logró la independencia electoral respecto de Madrid en 1907, acontecimiento inédito en la Historia española. Hubo intereses económicos en su origen, pero también, y sobre todo, fue expresión de un fenómeno de autoconciencia colectiva. Todavía más: quiso ofrecer a España un camino de modernización, abrió paso a las primeras instituciones autónomas que en ella hubo y supo, aun en su versión de derechas, ofrecer una posición centrista, muy lejos de un conservadurismo español al que si algo caracterizaba era su feroz unitarismo. Catalanismo y eclosión modernista cultural y artística fueron realidades paralelas. Todo lo que antecede me parece información histórica contrastada, evidente,poco discutible. Hoy la derecha en los medios de comunicación lo combate con tanta asiduidad como ignorancia.
¿Por qué afirmaciones como las de García de Gortázar merecen ser debatidas? No se trata sólo del catalanismo: cualquier afirmación de identidad plural parece, en su libro, sometida a un severo correctivo de parecidas características. Se trata de algo parecido a lo que, en el periodismo, otros hacen a base de ridiculizar declaraciones de Arana, Infante, Pompeu Gener o Castelao para condenar el sentimiento de identidad cuando cabe encontrar frases tan discutibles en personas como Cánovas del Castillo o Pablo Iglesias,por citar tan sólo dos ejemplos. Y también hay que recordar que además de Arana, por quedarse en el caso vasco, hubo también líderes como De la Sota, Aguirre o Ajuriaguerra.
En mi opinión, este tipo de interpretación no es sólo inaceptable desde el punto de vista histórico, sino dañina desde la óptica del presente. Pretender que los testimonios de pluralidad española responden a casos de desvarío o de intereses espurios equivale a considerar que una parte de los españoles -esos que se sienten tanto o más de su propia identidad que de aquélla- son los representantes actuales de una tradición nacida de manías, de concepciones de un rudo primitivismo o de insolidaridad comprobada. Pero,además, a lo que se daña a través de esa concepción es a la propia España, no sólo porque uno de sus rasgos distintivos es la pluralidad, sino porque, por ejemplo, al menos buena parte de lo que significó el catalanismo inicial puede y debe situarse en el balance global positivo de los españoles como colectividad.
Las «laudes Hispaniae» es probable que tengan sentido siempre que se moderen y se traduzcan en comparaciones justas. Por citar un caso de Historia reciente: la transición española tuvo su mérito, pero la polaca, en sus protagonistas y en sus dificultades internas y externas, lo tuvo mayor. De cualquier manera, su uso en beneficio de una situación política concreta no tiene sentido. Pero aún más grave que eso es emitirlas en contra de su realidad más esencial. En España casi la mitad de la población tiene otra lengua oficial distinta del castellano. Hay legislaciones fiscales -no sólo en Navarra o el País Vasco- peculiares y también derecho privado distinto. Dos de sus comunidades son sendos archipiélagos en que la diferencia nacida de esta condición se suma a la existente entre las diversas islas. Todo esto -y muchas más cosas- forma parte de nuestro ser y, por tanto, de nuestra realidad institucional en libertad. Lo extraño en una realidad como la española es que no existieran los nacionalismos o regionalismos. Deben ser conocidos correctamente y también queridos por todos. No tiene sentido tratar de socavarlos por el procedimiento de quitarles cualquier legitimidad histórica, lo que equivale, de paso, a destruir la posición política que puedan tener en cualquier determinado momento.
Haciéndolo no se contribuye a hacer una España grande, sino que más bien se la empequeñece porque se la ignora de forma rotunda, empecinada y arbitraria. Es cierto que en los nacionalismos hay siempre una propensión a la demanda inextinguible. Pero no está menos comprobado que forman muy mayoritariamente parte de la tradición democrática española y que, con todas las dificultades que se quiera, nuestra Historia en libertad ha sido la de unos pactos de entendimiento que han funcionado satisfactoriamente. Se podrá tener todos los reparos que se quiera a planes actuales del PNV o de otro grupo nacionalista, pero la visión que aparece tras de las concepciones descritas es simplificadora, poco informada e incluso un pelín hortera. Y, además, sirve poco para entenderse; no alimenta entusiasmos españoles, sino rechazos desde la periferia.
Javier Tusell, historiador. EL PAÍS, 19/1/2004