Agustín Valladolid-Vozpópuli-
- Es una vieja reflexión de Almudena Grandes, destinada al PP, pero de la máxima vigencia y actualidad
¿Los socios? Algún medio les acusaba tras el debate monográfico sobre corrupción de actuar como cómplices y responsables solidarios del declive moral de la política española. Y lo son. Pero al menos tiene su lógica. Como editorializaba otro periódico, lo que vienen haciendo es beneficiarse de la debilidad del Gobierno. Pero, ¿y los diputados socialistas? ¿Cuál es su lógica? ¿Por qué siguen mirando para otro lado, como si nada hubiera pasado? ¿Cómo pueden seguir apoyando sin fisuras visibles a un líder que cuanto más sabemos más fraude parece?
Juan Carlos Rodríguez Ibarra ha escrito en su blog: “Yo acuso a la Comisión Ejecutiva Federal, al Comité Federal y a los Grupos Parlamentarios Socialistas del Congreso y del Senado por sus enormes tragaderas. Han aceptado todo lo que se decidía desde La Moncloa o desde Waterloo sin mantener una mínima discrepancia”. Entiendo su estupor. Últimamente, cada vez que veo al grupo socialista del Congreso puesto en pie, aplaudiendo y vitoreando a su líder, me hago la misma pregunta: ¿Qué aplauden? Es por supuesto una pregunta retórica, porque ya sé por qué lo hacen.
¿Por qué siguen aplaudiendo los diputados socialistas? ¿Por qué siguen mirando para otro lado, como si nada hubiera pasado? ¿Cómo pueden seguir apoyando sin fisuras visibles a un líder que cuanto más sabemos más fraude parece?
Quieren ser como aquel muchacho que llegó a lehendakari y que le hacía los recados a Ricardo García Damborenea, ocupación de incómodo recuerdo y de la que, por supuesto, hace mucho que renegó. Es comprensible: hay rastros que es necesario borrar para seguir viviendo confortablemente del presupuesto, que es lo que ha hecho toda su vida. Porque es lo único que sabe hacer. Al menos su dignísimo padre renunció a repetir como diputado cuando llegó a la conclusión de que hacía falta más nivel. Pero eran otros tiempos.
Quieren ser como esa ex alta, altísima, autoridad del Estado (compañera de otro ex que hoy es magistrado del Tribunal Constitucional), que dilapida el prestigio ganado en una vida anterior a cambio de ser nombrada, en sustitución de Marc Murtra, consejera de Ebro Foods, empresa controlada por la SEPI, se supone que por su expertise en la materia: más de 200.000 euros al año sin contar posibles dietas por su participación en las diversas comisiones de la compañía.
Quieren ser como la socióloga de cabecera, mujer de politólogo de cabecera (todo casi siempre queda en familia), nombrada y renombrada consejera “independiente” de la misma sociedad alimenticia, Ebro Foods, y con parecido estipendio que su compañera (véase el listado de los miembros del Consejo de Administración en el que ambas aparecen). Una y otra incorporadas a tan bien dotados puestos por sus brillantes trayectorias en el negocio alimentario. ¿Qué, que no?
A estos profesionales del aplauso les gustaría ser como ese joven de corta pero impoluta trayectoria, hijo del presidente de una prestigiosa y esencial institución del Estado, que a su temprana edad, 32 añitos, ha sido nombrado gerente y analista jefe de Políticas Públicas, Competencia y Asuntos Regulatorios de Telefónica, gracias, obviamente, a sus indiscutibles méritos y los de su padrino, un señor llamado Javier de Paz, prodigio éste de discreción y de fulgurante carrera que le llevó en volandas, Rodríguez Zapatero mediante, desde la secretaría general de las Juventudes Socialistas a la multinacional española de las telecomunicaciones. De Paz, el espejo en el que todos se miran.
El origen del mal
Y es que en esencia es de eso de lo que va esto: de garantizarse las lentejas; y si se puede, de paso, las entejuelas. Nada más. Ni nada menos. No es exactamente corrupción; pero como poco es uno de los semilleros de la corrupción. Lo ha explicado aquí con meridiana claridad el magistrado progresista Joaquim Bosch, ex portavoz de Jueces para la Democracia: en el plan anticorrupción presentado por Sánchez “no hay una apuesta por introducir más objetividad en la contratación pública, por reducir drásticamente los aforamientos, por reforzar nuestros endebles contrapesos institucionales, por limitar al máximo las puertas giratorias, por acabar con las densas redes clientelares con las que los principales partidos sitúan sin pudor a militantes en lugares en los que debía haber técnicos independientes que vigilaran las irregularidades fraudulentas”. ¡Bingo!
Pero no hay nada que hacer. Ninguna medida contra la corrupción será medianamente eficaz si no se extirpa la raíz del mal. En un artículo publicado en El País en 2013, José Antonio Gómez Yáñez y César Molinas compararon a los partidos políticos españoles con un automóvil sin tubo de escape o con un cuerpo humano sin riñones: “En todos los países hay corrupción política, del mismo modo que todos los motores de explosión y todos los organismos vivos generan residuos tóxicos. Lo que distingue a España entre los países democráticos no es la existencia de la corrupción en sí, sino que en los partidos políticos españoles no hay mecanismos internos para controlarla y reciclarla. No hay ni tubo de escape ni riñones. Por este motivo la corrupción ha crecido sin control y se ha institucionalizado”.
Ninguna medida contra la corrupción será medianamente eficaz si no se actúa contra el origen del mal: unos partidos políticos opacos e intocables y una Ley Electoral en la que nadie cuenta salvo el líder. Las dos grandes anomalías de la política española
Esta es una de las grandes anomalías de la política española: que los partidos se autorregulan; son casi intocables. En la práctica no responden ante nadie. Tampoco ante un Tribunal de Cuentas politizado. Y cuando lo hacen, ya da un poco igual. Para acabar con la corrupción sistémica, como defiende con sólidos argumentos el profesor Molinas en Qué hacer con España (Destino, 2013), es imprescindible regular el funcionamiento de los partidos desde fuera, abrir las ventanas de las sedes y las puertas de sus cajas de caudales, obligándoles, como ocurre por ejemplo en Alemania, a realizar auditorías independientes y celebrar congresos cada dos años. Hay que reformar la Ley de Partidos, y después, y por este orden, la Ley Electoral.
Sí, también la Ley Electoral, porque mientras los diputados y senadores solo estén obligados a responder ante quien les puso en las listas, y no ante los electores; mientras que con el actual modelo lo único relevante en las campañas electorales sean los líderes de los partidos, nada sustancial cambiará. Seguirán aplaudiendo, el «saqueo independentista» del que habla García-Page y lo que haga falta. “La red Gürtel hubiese tenido muy difícil hacer negocio en el Reino Unido”, afirmaba hace más de diez años Molinas, refiriéndose a las virtudes de un modelo opuesto al del cesarismo político. Pero nada se hizo entonces, y por eso la «red Cerdán» nació, creció y se multiplicó; y a los españoles se nos ha vuelto a caer la cara de vergüenza.
En opinión de Rafael Jiménez Asensio, uno de los más cualificados conocedores del funcionamiento del sector público, el plan anticorrupción anunciado por Pedro Sánchez es “una sarta de lugares comunes y un ejercicio de autocomplacencia”. No podía ser de otro modo. El drama es que tampoco hay ningún atisbo de vocación regeneradora, sincera y profunda, en el Partido Popular. Ni una sola referencia en la ponencia política aprobada en su último congreso a la urgente necesidad de reducir el poder omnímodo de los partidos. Tampoco hay mención alguna a la necesidad de explorar consensos para modificar una ley, la electoral, que contribuye como ninguna otra norma al distanciamiento entre electores y elegidos y contradice el tan pregonado eslogan de la España de ciudadanos libres e iguales.
La última decepción es que tampoco hay ningún atisbo de verdadera vocación regeneradora en el Partido Popular. Ni una sola referencia en la ponencia aprobada en su último congreso a la necesidad de reducir el poder omnímodo de los partidos
Los diputados y senadores del PSOE pueden seguir despellejándose las manos. Si ya no con la esperanza de pillar un puesto en algún consejo bien remunerado, al menos con la de resultar agraciados por la superioridad con un lugar de salida (habrá navajazos) en las próximas listas electorales. Un sálvese quien pueda de menor cuantía interpretado por quienes ya saben que su partido va a sucumbir en un cenagal de profundidad insondable. La tragedia es que ni este va a ser el último caso de corrupción política en España, ni está escrito que acabe siendo el más sonado.
Tiene razón Núñez Feijóo cuando descalifica el intento de Sánchez de esquivar la gravedad de la propia corrupción recordando la que la derecha encadenó hace varios lustros. Pero de lo que no nos va a convencer el líder del PP es de que la manera de impedir las conductas corruptas en política, y quizá una ulterior Gürtel en su partido, es con la decepcionante cirugía paliativa que aprobó el 21 congreso de su formación política.
Sería trágico que alguien, en el futuro, y señalando a algún colaborador cercano, le recuerde al político gallego aquello que dijo Almudena Grandes y que hoy los socialistas corren el riesgo de que también les sea de aplicación: “Vivimos en un país en donde, por lo general, los gobernantes corruptos proponen ambiciosos programas contra la corrupción”.