ABC 27/02/17
IGNACIO CAMACHO
· En ausencia de oposición eficaz, sólo los jueces pueden frenar a Trump y sólo en casos de extralimitación indubitada
Alos casi cuarenta días de presidencia, la izquierda americana, si tal cosa existe, sigue sin «cogerle el punto» a Donald Trump. Trastornados aún por la derrota electoral, los demócratas tienden a creer que el magnate ganó por una avería en el sistema y no por la desdeñosa superioridad con que ellos mismos contemplaron su candidatura, minimizando sus posibilidades al punto de creer que podían vencerle con una rival tan inadecuada como Hillary. Tampoco han logrado todavía entender que no lo van a frenar con los checks and balances, los contrapesos institucionales, ni que la incomodidad que los republicanos puedan sentir con su liderazgo es bastante menor que el confort que les proporciona la mayoría parlamentaria. El conflicto con la prensa le hace pocas cosquillas al estrambótico presidente, habituado a la colisión frontal y aficionado a la bronca enconada. Los sectores sociales que le pueden hacer frente andan dispersos, sin cohesión y sin capacidad de definir una estrategia clara. En ausencia de adversarios organizados el magnate está gobernando a trumpazos, sin oposición, a base de sobresaltos y de pulsiones autoritarias. Sólo los jueces pueden pararle los pies y sólo en casos de extralimitación flagrante e indubitada.
Ante ese desierto político, el pensamiento progresista ha empezado a desbarrar con fantasías ilusorias que sólo ponen de manifiesto su impotencia palmaria. La esperanza del procesamiento o impeachment no es más que una quimera insustancial carente por el momento de ninguna razón fundada. Pero más delirante resulta el reciente debate sobre la salud mental de Trump, supuesta base de una eventual inhabilitación psiquiátrica. El presidente es un energúmeno con inquietante y conocida proclividad a las ocurrencias arbitrarias, pero estar clínicamente chiflado significa mucho más que tomar decisiones insensatas. Por desgracia la política está llena de gobernantes irreflexivos o extravagantes, con manías paranoicas y tendencias desquiciadas; incluso los ha habido alcohólicos o depresivos sometidos a terapia. Y si realmente es un chalado no deja en buen lugar a los supuestos cuerdos incapaces de ganarle una votación desde que se presentó a las primarias.
Esa debilidad reactiva, tan próxima a la rabieta de mal perdedor, garantiza Trump para rato; tanto como el statu quo tarde en superar su desorientación y oponerle una estructura capaz de darle réplica coherente, creíble y sensata. Ahora mismo gobierna a placer, recreándose a su antojo en el efecto sorpresa de su estilo a la brava. El asunto es trascendental porque si no topa con diques que contengan su impetuoso populismo estará en condiciones de alterar los paradigmas occidentales mediante un contagio mimético de consecuencias inesperadas. Los epígonos europeos están tomando nota de cómo se desactiva una sociedad política descompuesta tras una experiencia traumática.