XAVIER PERICAY-ABC
- «Cuando se han cumplido cuatro años y medio de aquella moción de censura, puede afirmarse, remedando la célebre frase de Alfonso Guerra, que España se encuentra en un estado que no la reconoce ni la madre que la parió»
Cuando el 4 enero de 2020 Pedro Sánchez se presentó a la investidura que iba a permitirle lograr la mayoría parlamentaria que aún le sostiene y, en definitiva, acabar formando gobierno con Unidas Podemos, incluyó en su discurso el siguiente empeño: «Pretendemos gobernar para todos los españoles, sean cuales sean sus ideas y fuera cual fuere su voto». Pese a lo loable del propósito, no creo que ningún español se lo tomara en serio: ni los que le habían dado su voto ni, por supuesto, los que se habían abstenido de hacerlo. Esa clase de promesas a las que se entregan los gobernantes son todas postizas y a beneficio de inventario. Pero es que, además, el candidato socialista a la investidura llevaba ya en aquel momento diecisiete meses de gobernanza en solitario, un tiempo más que suficiente para que los españoles pudieran ponderar el valor de su palabra.
Un año más tarde, casi día por día, le preguntaron a la entonces vicepresidenta primera del Gobierno, Carmen Calvo, si el ejecutivo de coalición iba a terminar la legislatura. Y Calvo no sólo respondió que sí, sino que añadió: «Tenemos que culminar un trabajo que es bueno para la izquierda de este país». Mayor sinceridad imposible. Nada que ver, en este sentido, con el redomado embustero que la había nombrado para el cargo. El trabajo del gobierno de coalición no era para todos; sólo para unos, los de izquierda. Pero Calvo, a su vez, también mentía, aunque fuera por omisión. Se le había olvidado decir que el trabajo era bueno asimismo para el separatismo, fuese este de izquierda o de derecha.
Cuando se han cumplido cuatro años y medio de aquella moción de censura, puede afirmarse, remedando la célebre frase de Alfonso Guerra, que España se encuentra en un estado que no la reconoce ni la madre que la parió. Esa madre, encarnada en los políticos de la Transición y en su obra mayor, la Constitución de 1978, garantía suprema de nuestro Estado de derecho, ha sufrido ya tanto desprecio, tanto acoso, tanta violencia, que su supervivencia empieza a ser un verdadero milagro. Si el pulso proviniera tan sólo de quienes pretenden acabar con el Estado de derecho, la gravedad existiría, claro, pero los ciudadanos tendrían al menos el amparo de las instituciones, empezando por las del poder ejecutivo. No es el caso, sobra precisarlo. Más incluso: ese poder ejecutivo, y en concreto el Gobierno de España, se comporta la mayoría de las veces con premeditación y alevosía en contra del interés general. Hasta el punto de que su principal seña de identidad ha sido la prevaricación.
Los ejemplos son tan abundantes, la hemeroteca tan generosa, que no basta el espacio de una Tercera para exponerlos por entero. Me limitaré, pues, a lo más notorio y trascendente, esto es, a la corrosión a que el ejecutivo ha sometido y somete la separación de poderes, pilar de toda democracia representativa. De un lado, ha fagocitado el poder legislativo hasta convertirlo en un simple apéndice de sus voluntades. Recuérdense los episodios protagonizados por la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, siempre dispuesta a poner la alfombra roja a sus correligionarios del Gobierno y afines modelando el reglamento a su antojo. O los inconstitucionales estados de alarma prorrogados ‘ad eternum’ con el objeto de soslayar el imprescindible control de las fuerzas de la oposición. O el abuso del decreto ley para sortear las engorrosas tramitaciones parlamentarias. O los proyectos de ley convertidos en proposiciones de ley –el relativo a la sedición, sin ir más lejos– a fin de evitar los preceptivos informes del Consejo de Estado, Consejo Fiscal o Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).
Por otro lado, el Gobierno ha forcejeado sin descanso con el poder judicial. Sirvan como ejemplos su empecinamiento en negarse a cambiar el sistema de elección de los componentes del CGPJ o la concesión de indultos a los condenados por el golpe de 2017, desoyendo los informes del Tribunal Supremo. Por no hablar de las recientes introducciones de enmiendas en la proposición de ley sobre la supresión del delito de sedición, a fin de asegurarse, de una parte, el sometimiento del propio CGPJ y el control en última instancia del Tribunal Constitucional, y, de otra, una reforma del delito de malversación cocinada al gusto de los condenados por el golpe de Estado en Cataluña. Todo ello en medio de invectivas proferidas desde el ejecutivo contra miembros de la judicatura, como las que se oyeron a raíz de los efectos indeseados de la ley del ‘sólo sí es sí’, ese bodrio legislativo impulsado por el Gobierno y bendecido por una mayoría nada despreciable de diputados.
Tampoco el llamado cuarto poder ha salido indemne. A los obscenos nombramientos a dedo para la dirección de RTVE se han sumado las subvenciones directas o indirectas a las empresas de medios de comunicación serviles y, en contraste con ello, las diatribas constantes contra las que no se han plegado a su dicterio; las ruedas de prensa en La Moncloa con preguntas debidamente seleccionadas en función de quien las formulase, y, en fin, ese deseo expresado por la propia ministra portavoz de que los medios reserven en el futuro un espacio para la información pública, en lo que no puede sino entenderse como la voluntad de resucitar las viejas ‘consignas’ del primer franquismo.
Esa erosión continua y consciente de nuestro tejido democrático, esa prevaricación gubernamental desenfrenada, ha ido acompañada de la promulgación de leyes como la de Memoria democrática, basada en la manipulación de los hechos y la ocultación de la verdad sobre nuestro pasado común, con lo que la convivencia entre españoles ha sufrido de nuevo un batacazo –el anterior fue en tiempos del presidente Rodríguez Zapatero–, del que cada vez resulta más difícil recuperarse.
Ante todo ello, no cabe ya esperar resignadamente a que termine la legislatura y pueda iniciarse un tiempo nuevo. Tanto las formaciones políticas como la sociedad civil constitucionalistas deben tomarse muy en serio la amenaza y actuar en consecuencia. De lo contrario, quién sabe lo que va a quedar dentro de un año de nuestro Estado de derecho.