José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- José Luis Escrivá es ministro que padece de incontinencia verbal, ignora el sentido de la oportunidad y muestra una ufanía constante en su manera de comportarse. La ministra de Hacienda le ha corregido.
«Uno no es ministro por méritos propios ni por currículum académico, uno es ministro porque el presidente del Gobierno así lo decide. Hay miles y miles de ciudadanos que podrían hacerlo mejor que yo o tan bien como yo y que no tuvieron esa oportunidad». Estas palabras las pronunció, y fueron publicadas, por el socialista José Blanco que ocupó las carteras de portavoz del Gobierno y ministro de Fomento entre 2009 y 2011 bajo la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero, al tiempo que desempeñó importantes responsabilidades orgánicas en el PSOE (vicesecretario general y secretario de organización). La reflexión fue acertada en su momento y lo es, especialmente, ahora cuando se comprueba hasta el hastío que ministros con una gran capacidad técnica, con títulos académicos y pertenencia a altos cuerpos funcionariales de la Administración, son unos perfectos analfabetos políticos. La responsabilidad es de quien los nombra —el presidente—, pero también de los que aceptan la designación sin evaluar sus propias habilidades para desempeñar las responsabilidades que se les encomiendan.
José Luis Escrivá, titular de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, es un experto en econometría y un ministro torpe. Tanto lo es que él mismo lo reconoció el pasado mes de julio cuando debió recular sobre la pretendida sustitución en el sistema de pensiones del factor de sostenibilidad por el de equidad entre generaciones que implicaba que siete millones de españoles se vieran abocados a «cobrar menos o trabajar más» para percibir su prestación por jubilación en las cuantías previstas. Adujo que «no tuve ayer mi mejor día» y que «se me entendió mal». Como recurso para enmendar el error declarativo, no está mal.
¿Esgrimirá otro «mal día» para justificar su inconsistente alineación con las sesgadas pretensiones de Ximo Puig al estimar que la propuesta del valenciano de un «impuesto compensatorio» en Madrid «tiene recorrido» y sería procedente? De momento ya le ha desmentido, rotundamente, además, la ministra de Hacienda María Jesús Montero, que es la competente en la materia y que debe velar por la autonomía financiera de las comunidades y salvaguardar sus márgenes de discrecionalidad fiscal. Pero ¿aducirá Escrivá alguna otra excusa para enmendar la desastrosa distribución del Ingreso Mínimo Vital cuya gestión ya debería estar trasferida al País Vasco y a Cataluña, mientras proclama que será inmediata para la Comunidad Valenciana? Este ministro padece de incontinencia verbal, ignora el sentido de la oportunidad y muestra una ufanía constante en su manera de comportarse.
Pero el responsable de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones es un botón de muestra. Con varias honorables salvedades, en el Consejo de Ministros, títulos académicos aparte, el grupo de aficionados a la política es nutrido. No es cuestión de volver a repasar las torpezas de Alberto Garzón, que son tan abundantes como reiteradas, ni las excentricidades prelegislativas de Irene Montero que el presidente consiente con benevolencia complaciente. Tampoco vamos ahora a insistir sobre la salida en falso de la nueva ministra de Justicia, Pilar Llop, a propósito de la sentencia del TC sobre la inconstitucionalidad del confinamiento en el primer estado de alarma, o las arriesgadísimas declaraciones de la titular de Defensa, Margarita Robles, sobre la naturaleza elucubradora de esa resolución.
Vamos a olvidar también la incompetencia diplomática de la anterior ministra de Exteriores que nos ha costado una gravísima crisis con Marruecos; hagamos lo mismo con los balbuceos políticos y yerros jurídicos del responsable de Interior en el manejo de la Guardia Civil —asunto Pérez de los Cobos, entre otros, como la participación de la directora general del Instituto Armado en un mitin electoral— y obviemos la irrelevancia absoluta de ministros como Belarra y Castells, aunque resulta insorteable la inadmisible respuesta parlamentaria de la exministra de Educación, Isabel Celaá, al diputado Juan Matarí, padre de un niño con discapacidad y necesidades especiales de atención escolar, al que se dirigió en marzo con esta ordinaria prepotencia: «¿De dónde viene usted? Usted no tiene ningún contacto con el mundo educativo, ni con los padres, ni con los hijos, ni con los profesores. No sé de qué habla». Se tuvo que disculpar públicamente.
Pero lo más grave, declaraciones de Escrivá incluidas, es el improvisado «Pacto del Prat» —una inversión de 1.700 millones para la ampliación del aeropuerto de Barcelona— que se ha gestionado al margen de la mesa bilateral estatutaria con Cataluña y que ha creado un auténtico conflicto político. La iniciativa, indicada al parecer para apaciguar los ánimos independentistas, ha provocado un cisma en el Gobierno de Sánchez, una oposición frontal de los comunes catalanes con Colau como punta de lanza y nuevo enfrentamiento en el independentismo: la CUP, Torra y sus partidarios contra ERC y Aragonés. Una operación llamada a distender, tensa; una decisión con vocación de acertar, yerra. O en otras palabras: en vez de solucionar un problema, crea otro mayor. ¿Por qué? Por incapacidad política, por falta de planificación de la medida, por ausencia de cálculo de sus consecuencias.
Este Gobierno milita en la piromanía política que caracterizó al anterior equipo de Sánchez
Está ocurriendo lo mismo con la autorización de la OPA sobre Naturgy acerca de la cual, los ministros de Unidas Podemos advierten severamente a Sánchez, que, a su vez, se llama a andanas mientras miembros del Consejo de Ministros y desde el grupo confederal de UP en el Congreso, se arremete contra el Jefe del Estado, Felipe VI, en un ejercicio de irresponsabilidad que desmiente cualquier consciencia de sentido institucional. Por supuesto, en todos estos errores, en esta sinfonía de instrumentos desafinados, el peso de la ideología, del rupturismo, es importante. Pero lo es tanto o más, el de la incompetencia política. Está gripado también —como en el Gabinete anterior— el funcionamiento de los mecanismos de coordinación interna del Ejecutivo.
Capítulo aparte merecería la gestión de la pandemia en la que se reflejan todos los errores gubernamentales, siendo el más grave la intemperie normativa en la que el Ejecutivo mantiene a las Comunidades Autónomas zarandeadas por los criterios judiciales contradictorios en la autorización de las medidas restrictivas para controlar los contagios, mientras la ministra Darias sigue exhibiendo esa impostada candidez tras tener que rectificar en junio pasado sobre la «obligatoriedad» —sin estado de alarma— de determinadas medidas de aplicación a la hostelería y el ocio nocturno.
Este es un Gobierno con una abundancia arriesgada de ministros aficionados que desconocen el arte de esa política que no se aprende en la Universidad, ni se alcanza con oposiciones, ni se maneja con galardones académicos ni se acredita en orlas de distinciones intelectuales. En términos políticos, la competencia política se traduce en eficacia, en que las decisiones gubernamentales formen parte de la solución y no del problema. Este Gobierno milita en la piromanía política que caracterizó al anterior equipo de Sánchez. Pregunta: ¿será el actual plantel gubernamental peor que el anterior? Démosle los tradicionales cien días de los que ha malgastado ya casi treinta.