Juan Carlos Girauta-El Debate
  • Si algo enfurece a esos ciudadanos ignorados es que a esa gentuza golpista se la siga tratando como si fueran democráticamente homologables, políticamente moderados, personalmente respetables

Cuando el poder Ejecutivo, con todas sus extensiones, se propone romper la sociedad, la rompe. Lo vi y lo viví en Cataluña a partir del momento en que los nacionalistas apostaron abiertamente por la independencia. Lo que llegaron a provocar es de sobra conocido, aunque quizá debamos recordar, para los olvidadizos, hasta qué extremo aquel drástico giro de estrategia fue seguido por las extensiones del poder, y cuán numerosas eran estas. El discurso de la secesión se normalizó a velocidad de vértigo, y el responsable de su desencadenamiento fue un cuco que se ha ido de rositas: Artur Mas. Un tipo que al llegar a la presidencia de la Generalidad tras dos despreciables socialistas (el uno más separatista que Pujol y el otro más acomplejado que el PP en una votación sobre el franquismo) se encontró telarañas en la caja como efecto de la crisis de 2008.

Necesitaba guita. Mucha. Primero, porque en la burguesía catalana, como en el socialismo español, la política es una vía para que levanten su fortunita los más tontos de la familia. Segundo, porque todo el proyecto de la vieja CiU se basaba en una capilaridad clientelar que no dejaba foco social sin regar. Por remoto, peregrino y absurdo que fuera. En Cataluña, la sociedad civil no existía. Le llamaban así a una tropa obediente y engrasada por el poder político. A cambio, solo se pedía un control del voto de rasgos caciquiles y, por supuesto, que tomaran la iniciativa formalmente cuando el presidente de la Generalidad decidía alguna de sus locuras. Ninguna más grave que la de presentarse en la Moncloa, exigir un concierto a la vasca y, al no obtenerlo, sacar las masas a la calle a reclamar un «Estado propio».

Bien, lo demás es sabido. Al gobierno autonómico catalán siempre lo ha cumplimentado el Gobierno nacional con especial deferencia, como el que trata con una nación de verdad, no como España, simple Estado o, en plan generoso, nación de naciones. Esto es así desde Pujol, cuando el impune exigía que los periodistas se pusieran en pie al aparecer en las ruedas de prensa. Si algo enfurece a esos ciudadanos ignorados por los medios que muy prontito van a mandar es que a esa gentuza golpista se la siga tratando como si fueran democráticamente homologables, políticamente moderados, personalmente respetables. Lo sigue haciendo el PSOE después de amnistiarles, y lo sigue haciendo el PP los días pares buscando evitar una alianza con Vox tras las generales. Sigan así.

A lo que iba: en Cataluña se demostró que una sociedad se romperá siempre que se lo proponga el Gobierno y que, para ello, se valga de sus extensiones mediáticas, educativas, editoriales, cinematográficas, teatrales, musicales, sindicales, patronales, más la clientela inútil pseudosolidaria, climática y climatérica (Charos). Principia el año de Franco y persiste en las retinas una blasfemia feísta, un inductor de discordia. Esperan que la furia tape delitos y traiciones. Desean rencor, estallidos. Pero es mejor reírse de ellos. No lo soporta