José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- En España pasa lo que decía Pérez Galdós: «El pillo delante del honrado; el ignorante encima del entendido; el funcionario probo debajo, siempre debajo»
Es discutible si Dolores Delgado debió convocar la Junta de Fiscales de Sala para fijar criterio compartido a efectos del informe a la Sala Segunda del Supremo sobre la admisión a trámite de una veintena de querellas contra el Gobierno, interpuestas por afectados o víctimas del coronavirus. Es también muy discutible que el informe presentado por el teniente fiscal del Supremo, Luis Navajas, haya tenido la mejor redacción de las posibles porque por su énfasis defensivo del Ejecutivo ofrecía la sensación de estar elaborado más por letrado de parte que de funcionario neutral.
Ambos extremos son, efectivamente, discutibles. Lo es mucho menos que Luis Navajas, el firmante del informe, un fiscal de largo recorrido profesional del que resulta inimaginable suponer que se haya subordinado dócilmente a criterios que no hayan sido técnicos aunque su exposición escrita ante la Sala Segunda resultase mejorable. Y, en fin, es muy discutible que el Gobierno de Sánchez esté integrado por ministros —y el propio presidente— a los que haya que juzgar por homicidio, prevaricación y otros graves delitos por no haber detenido o mal gestionado una pandemia de naturaleza global, por más que en España haya azotado y lo siga haciendo de una manera especialmente intensa.
En nuestro entorno, solo la justicia francesa ha abierto una investigación —lo hizo en julio— contra tres miembros del Gabinete del destituido Edouard Philippe, por la posibilidad remota de que hubieran podido cometer un delito de «abstención de actuar ante un siniestro», pero el Tribunal de Justicia de la República solo admitió nueve de las más de 50 denuncias que se presentaron. En Italia, el primer ministro, Giuseppe Conte, fue llamado por la fiscalía el pasado mes junio, sin imputación alguna, para que diese explicaciones sobre la tardanza en la adopción de medidas en Bérgamo, una zona fuertemente afectada por la pandemia.
A reserva de la decisión que adopte la Sala penal del Supremo, criminalizar la gestión del Gobierno sería un auténtico disparate. Como lo sería que, tras él, fuesen investigados en procedimientos penales presidentes de comunidades autónomas —pongamos por caso, Isabel Díaz Ayuso o Joaquim Torra— y sus respectivos consejeros de Salud o Sanidad, por no hablar de los responsables políticos de las residencias de ancianos en donde se han producido miles de fallecidos por el coronavirus. Los delitos, para que lo sean, deben incorporar un elemento volitivo doloso, absoluto o eventual, o representar una imprudencia de enorme envergadura diferente a la ineptitud o la incompetencia.
Los que denuestan con invectivas hiperbólicas la posición procesal del ministerio fiscal en este asunto, ¿lo harían también si se produce el mismo caso pero afectase a un presidente autonómico no socialista? La falta de ecuanimidad en este punto resulta tan exasperante como la confusión entre la responsabilidad criminal y la política por ineptitud gestora. Que puede —y así sucederá—tener consecuencias en los tribunales pero en la jurisdicción civil, contenciosa o laboral de la que ya existe algún precedente. La aplicación del derecho penal se somete al principio de mínima intervención que consiste en proscribir su aplicación cuando se pueden utilizar otros medios para proteger legítimos intereses lesionados.
El Gobierno de Sánchez está siendo inepto en la gestión de la pandemia a tenor de las cifras de contagiados y fallecidos, las más altas de Europa. Alertó tarde, aplicó un confinamiento draconiano y prolongado y planteó una desescalada tan desastrosa que no ha habido solución de continuidad entre la primera y la segunda ola de la pandemia. En parecida estela de ineptitud, si no peor, hay que incluir a algunos ejecutivos autonómicos, siendo el de Madrid un paradigma de improvisación, descoordinación interna y actitud inconveniente —de polarización política— ante el fenómeno del coronavirus.
El Gobierno de España se ha desentendido de sus responsabilidades y varios de los autonómicos están siendo rebasados por los contagios. En sus manos, además, se encuentra la gestión de la sanidad pública que el Ministerio de Sanidad —pese a haberse reforzado con una secretaría de Estado— está siendo incapaz de coordinar adecuadamente. Iván Redondo le ha debido advertir a Sánchez, con buen criterio, para que descienda a la realidad aunque sea mediante una sobreactuación como acudir el mismo a la Real Casa de Correos el lunes para, magnánimamente, entrevistarse con la presidenta madrileña, mientras esta, inflamada de una inexperiencia flagrante tuvo que adoptar —tras titubeos, aplazamientos y descoordinaciones impresentables— nuevas, duras y polémicas medidas para detener la pandemia desbocada desde el mes de agosto.
Los motivos de crítica son tantos que el listado resulta casi inabarcable. El daño de la incompetencia política justifica lo que escribió Benito Pérez Galdós: «La lógica española no puede fallar. El pillo delante del honrado; el ignorante encima del entendido; el funcionario probo debajo, siempre debajo». Qué razón tenía. Porque aquí los que saben —además de los expertos que asesorarían al Gobierno central cuya identidad se nos niega pugnazmente quizás porque no existan— son los funcionarios sanitarios y el personal laboral cuyos criterios debieran estar incorporados a la gestión de la pandemia. En vez de ser así, se encuentran sometidos al yugo de los incompetentes cuya capacidad de hacer daño, como recordaba Francisco Ayala, es tanto mayor cuanto más es el poder que se les atribuye. Y en España, los ineptos lo tienen en demasía.