CUANDO Italia marcó su gol decisivo en la final del mundial de fútbol de 1982, el presidente Sandro Pertini se levantó de su asiento en el palco y empezó a festejarlo con una gran imprudencia protocolaria. A su lado el Rey de España –no sé si ya lo llamaban Campechano– lo miraba, al principio asombrado, luego divertido y finalmente cómplice. Entonces el poder estaba aún sometido a una cierta obligación de neutralidad sentimental. Como el deporte suele ser un tajante ejercicio de suma cero, la alegría de uno en el palco era la desdicha del otro. Y la exhibición algo cercano a la humillación: de ahí que los caballeros –no había damas– la evitasen.
El domingo, durante la final entre Francia y Croacia, el presidente Macron y la presidenta Kolinda exhibieron sin pudor alguno sus sentimientos asociados a las alternativas del juego. En el remoto caso de Pertini la alegría era una concesión, una debilidad. Una muestra de humanidad incluso: la sobria contención de hierro del gobernante se quebraba y dejaba ver la carne. Así lo interpretaron los cronistas, que alabaron unánimemente el gesto. Pertini, además, era un anciano que caía muy simpático y que ya había dado otras muestras de su talante desacomplejado. Por el contrario, lo del francés y la croata no fue el resquicio entre dos actos de gobierno, sino dos actos de gobierno más. En el caso específico de la señora Kolinda, católica, nacionalista y sentimental, puede decirse que sus únicos actos de gobierno de estas dos semanas han sido la asistencia a los partidos de la selección, donde ha brillado como la primera de sus fanáticos. Sobre el gesto de celebración de Macron, retratado ayer en una gran foto que muestra el entusiasmo pero también la fuerza del presidente, podría planear una duda vinculada con alguna de sus conductas anteriores. Este es el mismo hombre que hace unas semanas afeó con notable mala baba la conducta de un chaval que le tuteó y le llamó Manu. Parecería legítimo recordarle que la fusión con el pueblo implica siempre mancharse con su sudor. Pero sería una visión superficial. Porque no es que Macron celebrase solidariamente con el pueblo el gol de uno de sus futbolistas. Es que celebró el gol que acababa de marcar en magnífica jugada personal.
Si nuestro pionero, y tan malentendido presidente Rajoy, leía el Marca, es porque sabía que trae solo las noticias que merecen imprimirse.