Juan Van-Halen-El Debate
  • Sánchez no quiere ser, nunca lo quiso, el presidente de todos. Es una realidad peligrosa. Con cada decisión, y desde la presión de sus socios radicales, nos devuelve a un tiempo para olvidar: los años de la anteguerra

Álvaro García Ortiz ya ha renunciado. No debemos distraernos con el relato del Gobierno sobre su sentencia condenatoria. Seguirlo, sí. En Johannesburgo Sánchez confirmó que respeta la sentencia, pero no la comparte y cree en la inocencia del hasta ayer fiscal general, refiriéndose a «otras instancias jurisdiccionales». Ninguna novedad. Grandes y afamados cerebros del radicalismo zurdo coincidieron: «La Justicia asesina civilmente al fiscal general del Estado» (Belarra). «Es golpismo judicial, político y mediático» y «La estructura del Estado está secuestrada por fuerzas reaccionarias y a su cabeza el Rey» (Irene Montero). Vaya dos piezas.

Desde el Ejecutivo: «Uno de los poderes del Estado suspendió sus funciones constitucionales para intervenir en política directamente contra el gobierno progresista» (Yolanda Díaz). Y es abogada. «El fiscal general del Estado es inocente a pesar de lo que diga el Tribunal Supremo» y «Si son capaces de condenar a alguien sin pruebas, ¿qué es lo siguiente? ¿Liberar a alguien con todas las pruebas?» (Óscar López). Olvida que eso lo hizo Sánchez con Chaves, Griñán y los golpistas de Cataluña; luego a López se le escapó que lo de García Ortiz era una operación contra Ayuso. No es un cerebrito. «El Gobierno tiene el deber legal de acatar el fallo, pero también el deber moral de decir públicamente que no lo comparte porque cree en su inocencia» (Bolaños), más comedido. Miembros del Gobierno acusando a magistrados del Supremo de prevaricación.

Completando el despropósito, el pasado domingo se convocó una concentración ante el Supremo. Los medios hablaron de «cientos de personas», alguno la consideró «multitudinaria» y El Español tituló: «Cerca de 300 personas se concentran…» El baile de cifras. Entre los asistentes Dolores Delgado y Baltasar Garzón, exjuez condenado por prevaricación en la instrucción del caso Gürtel. Se escucharon gritos de «Fuera fascistas del Tribunal Supremo», «Vergüenza» y «Golpistas con toga», entre otros. Se ha iniciado, aunque débil, la movilización callejera a la que llamaba Yolanda.

El tratamiento del caso de su fiscal general desde el Gobierno evidencia una estrategia apuntalada en la reiteración de que la supuesta derecha judicial acosaba a un inocente. Si con las constantes presiones al Supremo, incluso debidas al mismo Sánchez ya iniciado el juicio, le salía bien la jugada y el fiscal general era absuelto, esa falsa derecha judicial, y con ella la derecha política, habría quedado en evidencia ante un inocente. Si le salía mal, como ha ocurrido, los jueces eran unos fascistas a los que había que acosar más aún que hasta ahora. Una estrategia que se reiterará en todos los juicios y sentencias que afecten a sus dirigentes, amigos, y familiares que habrán de pasar por los tribunales. Vivimos el primer capítulo de esta historia. Una nueva cortina de humo.

Para el Gobierno y sus palmeros existen, contrapuestas, una verdad jurídica y una verdad real. Pero la verdad la recogen las sentencias judiciales desde la responsabilidad de los tribunales que las dicten. Dura lex sed lex. Sin presiones sobre los jueces. O el imperio de la ley o el imperio de la fuerza. Sánchez lleva tiempo asaltando la división de poderes. Controla, obviamente, el Ejecutivo. Tiene ocupado el Legislativo, con concesiones perjudiciales para el conjunto de los españoles, incluso está dispuesto a prescindir de él. Y se le resiste el Judicial; no ha conseguido controlarlo. Maneja el Tribunal Constitucional, que no forma parte del Poder Judicial pese a su nombre, ni es un tribunal de casación. Contra la división de poderes, Sánchez lesiona gravemente los contrapesos definitorios de una democracia que merezca ese nombre.

Me preocupa la senda que se abre, siguiendo el clima de enfrentamiento iniciado por Zapatero y culminado por Sánchez con su muro. Los suyos en un lado y el resto de los españoles en el otro. Acusar a la Justicia de golpista y hablar de lawfare es una locura. Supone un camino de destino muy arriesgado. En la situación de anomalía democrática que vivimos, con un presidente que no puede gobernar, ejerce de espaldas al Parlamento -anunció que eso haría si era necesario-, en un clima de corrupción generalizada que afecta al Gobierno, a su partido y a su familia, en alguien como él, aferrado a la Moncloa en un delirio casi patológico, pueden temerse decisiones graves y acaso irreversibles para la convivencia pacífica de los españoles.

Sánchez no quiere ser, nunca lo quiso, el presidente de todos. Es una realidad peligrosa. Con cada decisión, y desde la presión de sus socios radicales, nos devuelve a un tiempo para olvidar: los años de la anteguerra. Pienso en las propuestas de radicalismo extremo que le hizo Belarra, a las que ya me referí. Acorralado, Sánchez podría asumirlas. Quien niega la imparcialidad de la Justicia por una conveniencia partidista puede negar un día los resultados de unas elecciones generales. Miremos la realidad venezolana. Sánchez ya manipuló en su partido unas elecciones internas. Vivimos, paso a paso, un golpe a la democracia; no planteárselo sería una ingenuidad buenista. El presidente no tiene líneas rojas. Se siente por encima de la Constitución y también del Rey. Hay evidencias. Está en el juego también la Monarquía. ¿Lo sopesan allá en donde deberían?

Mientras el golpe a la democracia avanza cada vez menos enmascarado, la derecha se da capones entre sí. Todo se olvidará, ya sé; la amnesia del tiempo. ¿Y hasta entonces? Podemos encontrarnos con un enfrentamiento serio. Sánchez no descansa y acelera su radicalismo.