- Lo que Sánchez perpetra en directo hace insuficiente la respuesta convencional y reclama una Revolución de los Claveles pacífica y masiva
A Sánchez no le hace falta entrar en el Congreso como el general Pavía o como el teniente coronel Tejero para lograr un efecto similar, multiplicado por los efectos longevos. Ya no hace falta asaltar el Parlamento al galope metafórico o con una pistola de verdad para que, de facto, se secuestre la representación parlamentaria de la soberanía nacional, que reside en el pueblo.
Basta con tener la desvergüenza de forzar una investidura a sabiendas de que la suma solo es viable si el presidente acepta ser cómplice de una insurgencia anunciada y, cuando se rompe la aritmética por la imposibilidad de culminar todas las concesiones delincuenciales en el tiempo y la forma elegidos, mantenerse en el poder contra el Parlamento. Es decir, contra la ciudadanía.
Lo que Sánchez perpetra en estos momentos no merece otra calificación que la de golpe de Estado, al conculcar el principio fundamental de que no se puede gobernar sin mayoría parlamentaria y agarrarse al vacío legal de que el poder constituyente no previó la posibilidad de que un presidente en esta situación se atrincherara: la cuestión de confianza, que le obligaría a dimitir si no renueva el respaldo de una mayoría simple que ya no tiene, es potestad presidencial en exclusiva. Y la moción de censura traslada la responsabilidad a un tercero que alguien decente debe saber que es suya.
Así que sobra, una vez más, con tener las dosis suficientes de impostura, desparpajo, codicia e indecencia para aferrarse al poder, despreciando la evidencia de que ejercerlo en esas circunstancias conculca los fundamentos de la democracia, paraliza el funcionamiento del país, fractura la convivencia, eleva la crispación y secuestra la voluntad popular; todo con el objeto de mantenerse a cualquier precio y conservar mejores escudos para el tétrico futuro judicial que le espera a su partido, a su familia y tal vez a él mismo.
Las democracias tienen respuesta para los desafíos convencionales, como se demostró sin ir más lejos con la asonada independentista de 2017 o con medio siglo de terrorismo; pero carece de ellos cuando se topa con alguien que, desde dentro, manipula las reglas del juego, explora los rincones muertos del Estado de derecho y transforma su falta de escrúpulos y de límites en una ventaja, generando un relato redentor consigo mismo a través de la maquinaria propagandística de los medios de comunicación públicos y del enfrentamiento con ese enemigo conspirador imaginario que es la justicia y la prensa crítica.
Lo cierto es que España tiene desde 2023 a un presidente que, para serlo, aceptó la hoja de ruta destructiva de sus enemigos y que ahora, para mantenerse, conculca el designio de las urnas y se atrinchera en una mayoría fraudulenta en el origen y ahora simplemente inexistente.
El pulso planteado por Sánchez carece de precedentes conocidos en un país que, al menos desde el siglo XIX, ha padecido todo tipo de convulsiones políticas, de cambios de sistema, de confrontaciones y guerras, de asonadas y golpes; pero nunca en este formato: el de un perdedor cuya viabilidad de origen se vinculó a transformarse en cómplice de los francotiradores de la Constitución y ahora evoluciona él mismo a insurgente perfumado.
Dado que la justicia tiene sus tiempos, garantías y procedimientos y que la respuesta parlamentaria es insuficiente en contextos desconocidos como éste, solo cabe esperar una reacción social masiva, pacífica y sostenida que haga insostenible la continuidad de un auténtico parásito. España, en fin, necesita su Revolución de los Claveles para echar a un ‘okupa’ sin frenos.