ABC 09/02/17
GABRIEL ALBIAC
· En un golpe de Estado, vences o mueres. Es la única y lacónica lección que le oí sacar de aquello
LO de verdad obsceno no es dar un golpe de Estado. La historia está tejida de esos súbitos estallidos de fuerza que buscan imponer un régimen tras haber derrocado otro. Pero todos cuantos los han acometido conocían su envite. Y asumían su riesgo con orgullo. El golpista que gana se lo lleva todo: poder, reputación y gloria. Para el golpista vencido quedan vergüenza, deshonor y cárcel. Lo obsceno, lo que ningún golpista con un mínimo de fuste asumiría sin perecer al bochorno, es apostar con granitos de arroz. Sobre la mesa en la cual el golpista dirime su destino propio y el de todos, están en juego su vida y las de quienes con él juegan. Ante un golpista que pierde su jaque, se abre un solo destino honorable: ser liquidado por el adversario o serlo por sí mismo. Un golpista que huye o se enmascara tras perder es menos que escoria.
Estoy siguiendo el juicio de los golpistas bajo mando de Mas, no con enfado, ni siquiera con asombro; con asco sólo. Quien, tras haber dado batalla para destruir un régimen político –aunque sea un régimen político constitucional– y haber perdido la batalla, asume sus actos con la prestancia de permanecer siempre acorde con lo más precioso de sus razonamientos y de sus convicciones morales me merece un incondicional respeto. Por más que sus ideas puedan ser para mí odiosas. Puede que sea cosa de mis fantasmas familiares.
Cuando un joven teniente de la guarnición de Jaca, junto con sus compañeros, oficiales todos de menos de 30 años, falló su golpe de Estado, que buscaba proclamar la República en diciembre de 1930, ni a él ni a ninguno de sus iguales se les ocurrió solicitar clemencia o decir que no sabían que eso de dar golpes de Estado estuviera penado por las leyes. Nunca escuché a mi padre, que era uno de aquellos jóvenes oficiales, quejarse de los treinta años de presidio, ni siquiera de los fusilamientos de los dos capitanes al mando del grupo. En un golpe de Estado, vences o mueres. Es la única y lacónica lección que le oí sacar de aquello.
Lo asombroso no es que la vieja banda de saqueadores del dinero público, que se formó durante decenios en torno al clan Pujol, esté –desde hace ya años– desplegando una implacable estrategia de golpe de Estado. Nada hay que reprocharles. Si bien se mira, es lo lógico. Una prolongación de la normalidad jurídica española los llevaría a todos a la cárcel. No por honorables delitos de carácter político. No. Condenados por algo tan inequívocamente sórdido, tan impecablemente ayuno de épica como lo es la perseverancia en el robo, bajo la inercia del 3 por ciento de cuanto facturaba la Generalidad catalana. Si el golpe de Estado llega a tiempo –y ellos piensan que llegará, de ahí la prisa–, Pujol y todos sus herederos serán trocados en héroes de la patria, en forjadores de nación. No se procesa a un héroe nacional. La «República Catalana» elaborará entonces una legalidad a la medida de los intereses de sus héroes. Y salvaguardará sus fortunas.
Nada hay de reprochable en todo eso. El interés en juego es demasiado alto como para pararse en la fruslería de un golpe. Lo nuevo, lo miserable, es que ni Mas ni ninguno de los suyos acepte que, en un juego de envite, o se gana o se pierde. La pusilanimidad de don Arturo, exhibiendo pucheros ante los jueces porque nadie le hubiese avisado de que violar la ley se paga, movería al vómito a un golpista cabal. En otros tiempos. Cuando incluso un golpista podía ser –era– un hombre de honor, un hombre digno. Sencillamente, un hombre.