- Quien lleva tiempo impulsando un golpe de Estado es Sánchez y frente a eso hay que demostrar quién es primero demócrata y luego de izquierdas o derechas
En España es fácil ya detectar quiénes están contra la democracia, perfeccionando sus métodos desde 2018, fecha germinal de todo con esa moción de censura canalla en la que un perdedor sin escrúpulos vendió su país a ETA, al chavismo y al independentismo a cambio de que le arrendaran La Moncloa.
Como le dijo Vito Corleone a su hijo Michael en El Padrino, aquel que le ofrezca una reunión será el traidor: aquí lo son quienes se llenan la boca de acusaciones de «golpismo», presentándose como adalides del Estado de derecho mientras trabajan para erradicarlo por salvar, al precio que sea, a su indigno promotor.
Que una sentencia del Tribunal Supremo contra el fiscal general del Estado, firmada por algunos de los prestigiosos jueces que también firmaron fallos condenatorios de hasta medio siglo de cárcel para algunos de los procesados de la infame Gürtel, se presente como un acto de insurgencia contra el poder «legítimo», es un ataque sin precedentes a los cimientos de la democracia que excede con mucho el ejercicio libre de la crítica: una cosa es rechazar la resolución y otra acusar a los jueces de encabezar una conspiración para acabar con Sánchez con métodos sucios.
Un exceso destinado a configurar el relato necesario para anularla desde el Consejo de Ministros o desde el Tribunal Constitucional, en un ensayo del mismo autoconcedido «derecho a la impunidad» ya aplicado con Chavés, Griñán o Junqueras y previsible con Begoña Gómez, David Sánchez y ya veremos si Cerdán, Koldo o Ábalos si con eso no delatan al patrón, que es el verdadero beneficiario de esa escalada golpista.
Los golpistas verdaderos son los que se presentan como antigolpistas, como los fascistas del momento son los que dicen ser antifascistas, y las pruebas al respecto son tan contundentes como los excesos de García Ortiz constitutivos de delito en un juicio impecable que en realidad solo tiene dos lagunas: el benévolo castigo para la gravedad de su comportamiento y la ausencia de responsabilidades penales para quienes le dieron las órdenes desde La Moncloa.
Golpismo es atacar a los jueces que persiguen, desde la pulcra aplicación del ordenamiento jurídico, a los corruptos. Golpismo es seguir gobernando sin haber ganado en las urnas y sin el respaldo mayoritario del Congreso. Golpismo es querer asaltar el Poder Judicial impulsando reformas legales infames que destrozan el principio de que la Justicia no se puede adaptar a la mayoría parlamentaria de cualquier Gobierno y ha de ceñirse a acuerdos que la superen para anular los excesos de cualquier partido y obligar a un entendimiento entre rivales que se anulen o compensen entre ellos. Golpismo es negociar una moción de censura a escondidas, en un caserío, con un etarra como Otegi, a cambio de entregar Navarra, sacar a terroristas de prisión y blanquear a ETA.
Golpismo es pactar una investidura en el extranjero con un prófugo. Golpismo es tildar de lawfare las instrucciones judiciales por el mero hecho de que hacen daño. Golpismo es cambiar caciquilmente las reglas de renovación del Consejo de Administración de RTVE para arrogarse una mayoría plenipotenciaria y convertir el ente público en un matón al servicio de su capo. Golpismo es llamar «máquina del fango» a los medios de comunicación que publican informaciones ciertas y documentadas, sustituyendo la legítima réplica o el recurso a los tribunales por una causa general con ataques predemocráticos destinada a exterminarlos.
Golpismo es no poder gobernar, hasta el punto de carecer de Presupuestos en toda una legislatura, pero negarse a calibrar si se mantiene una mayoría parlamentaria con una cuestión de confianza y rechazar una convocatoria electoral que despeje el dilema. Golpismo es comprarse la Presidencia a cambio de concesiones incompatibles con la Constitución, con la convivencia y con la igualdad entre los ciudadanos. Golpismo es anunciar que se ignorará al Poder Legislativo mientras se ejerce la Presidencia con el menor número de escaños propios de la historia, por debajo del partido que ganó y sin una suma estable con otras formaciones que compense ese déficit. Golpismo es convertir el CIS y RTVE en maquinarias de propaganda obscena, para inducir una realidad con la que justificar posteriores abusos y no para conocer la verdadera opinión de la sociedad.
Golpismo es decidir unilateralmente, sin el conocimiento ni la participación ni el visto bueno de nadie, la relación de España con China, Marruecos o Venezuela. Golpismo es utilizar dinero público o el BOE para asaltar empresas privadas o semipúblicas como Telefónica, Correos o Indra, claves todas en la higiene de la democracia y la transparencia de sus procesos electorales, y poner allí a delegados del partido.
Y golpismo es, con la infame colaboración de «periodistas» a sueldo, impulsar manifiestos contra el «golpismo judicial y mediático» mientras se da, paso a paso, un golpe de Estado incruento por fases.
El golpismo, en fin, es Sánchez. Y con él, el de los sicarios que lo denuncian, afectados como plañideras de la democracia, pero en realidad dispuestos a lo que haga falta para salvar a una calamidad incompatible con los estándares europeos más elementales.
El presidente ilegítimo que padece España plantea un dilema que excede de lo ideológico y obliga a todo el mundo a decantarse: esto no va ya de ser de izquierdas o de derechas, sino de ser demócrata o no. Porque él y los suyos no lo son y ante eso no valen colores ni creencias.